Por «mala fe» suele entenderse en castellano lo mismo que por hipocresía, doblez o, sencillamente, mala intención. Además de esta acepción corriente, el popular filósofo existencialista Jean-Paul Sartre acuñó un concepto de «mala fe» como equivalente a «autoengaño». La mala fe sería el vicio de negar nuestra libertad, nuestro margen de maniobra o nuestra situación real para evadir la responsabilidad que nos agobia y echarle la culpa a los otros o a las circunstancias. Sartre pensaba que la mala fe era lo más abundante por doquier, y, si hemos de juzgar por el clima político de España y las ideas que circulan actualmente, parece que no le faltaba razón.

Así, mala fe es eludir utilizar los símbolos patrios (la bandera rojigualda y el himno) con la excusa de que se ha adueñado de ellos la «derechona» y, por tanto, son cosa de «fachas». Mala fe es afirmar que los nuevos estatutos de autonomía son inevitables o inocuos. Mala fe es pretender que el Ejército español es una ONG disfrazada. Mala fe (además de guiño electoralista para consumo de «ocupas») es también que la tercera teniente de alcalde de Barcelona pretenda ser una antisistema disfrazada de edil ecosocialista.

Mala fe es, por último, repetir que estamos obligados a dialogar hasta la náusea con quienes jamás podrán entenderse con nosotros porque sus proyectos son, simple y llanamente, del todo incompatibles con los nuestros.

Al final, tenemos que elegir, mal o bien (y Sartre eligió mal muchas veces). Elegir entre la mala fe o la sinceridad. Elegir entre negar nuestra libertad (mucha o poca) o hacer algo con ella. Elijamos bien esta vez.