Ante el «Día de les lletres», y al margen de cualquier polémica, yo quiero rendir homenaje a los nombres asturianos, más exactamente a los nombres puestos por los asturianos, pero no a los asignados por los políticos o los académicos, sino a los que puso el pueblo, aquellos nombres de los que apenas se sabe nada sobre su autor. Y no me refiero sólo a los topónimos -que deben respetarse en lo posible, como parte del patrimonio cultural-, sino a otros nombres en los que, a partir de una forma oficial, la gente los adapta y reforma de acuerdo con su manera de hablar. Hace poco, con motivo de la reparación de la casa, desapareció durante unos días el nombre de un establecimiento del entorno de Oviedo: Pin de la Quinta. Hablo sólo del nombre, no entro en consideraciones gastronómicas. Al no ver ese rótulo, llegué a pensar en la grave pérdida que sufrimos con la desaparición de tantos nombres asturianos de indudable belleza. Pin de la Quinta, afortunadamente recuperado, me parece uno de los nombres de establecimientos más hermosos de cuantos puedan darse. Pin recoge todo el afecto que nuestra onomástica tradicional atesora. El madreñero más popular y querido durante muchos años en la cuenca alta del río Ese o Esva, en Tineo, se llamaba Pin, Pin a secas, no necesitaba ni del nombre de la casa ni del nombre de su pueblo para ser identificado; y cuando un asturiano eminente quiso proyectar todo su sentimiento, allá en el exilio de América, sobre un hijo minusválido, lo llamó Pin. Y la palabra Quinta --de indudable origen romano, para designar una casa de campo- fue la elegida por los asturianos de Cuba para nombrar su institución más querida, la Quinta Covadonga, el antiguo hospital del Centro Asturiano de la Habana. Por eso, Pin de la Quinta es un buen ejemplo de cómo los asturianos, sobre la impresión que recibían de un nombre oficial, proyectaban su sensibilidad tradicional, dando lugar a esos vocablos tan expresivos que aún quedan por nuestra geografía. Pérez de Ayala cita el ejemplo del canónigo de la catedral de Oviedo, el ilustrísimo y reverendo don Ángel Rodríguez, director de un periódico de la ultraderecha y gran enemigo de Clarín, al que la gente de Oviedo llamaba, sencillamente, Angelón. Diríase que los viejos asturianos eran kantianos sin haber tenido noticia de la «Crítica de la razón pura».

¿Qué decir de nuestra toponimia? Yo doy la lata a mis amigos lingüistas con nombres tan frecuentes como misteriosos. Por ejemplo, Beifar, repetido en numerosos lugares, como Pravia y Tineo. Se trata de un nombre seguramente prerromano. ¿Significa, acaso, lugar que lleva agua? La toponimia es, a la vez , el paraíso -por la resistencia de los nombres a desaparecer- y la cruz de los filólogos, pues no se ponen de acuerdo en el origen de algunos de los términos más importantes. Así, por ejemplo, una palabra clave dentro de nuestra cultura tradicional, como es «braña», ¿ es de origen prerromano, tal vez celta, con el significado de prado húmedo, o su etimología es latina, como lugar de verano? Desde un punto de vista no lingüístico, cabe observar que hay brañas de invierno, por lo que parece más verosímil la primera de las dos alternativas en esta cuestión tan disputada durante largo tiempo por los filólogos.

En todo caso, al llegar el «Día de les lletres», hagamos votos por que nombres muy hermosos, puestos anónimamente por los asturianos, y, en especial, los topónimos tradicionales, sean respetados por todos y tengan por largo tiempo muita vida ya salú.