En 1990, la prestigiosa Universidad de Stanford fue sacudida por una gran polémica. Se había justificado como gasto de investigación científica la adquisición de un yate de 22 metros de eslora. Su rector, obligado a dimitir, ni siquiera ofreció disculpas: «no me avergüenza afirmar que el dinero pagado por la adquisición de cada condenada flor de las que hay en mi casa debe considerarse un coste indirecto de investigación» («The Wall Street Journal», 21 de diciembre de 1992). El yate o las barbacoas del jardín privado facilitaban, desde su punto de vista, suculentos contratos o subvenciones para la ciencia. Es un interesante debate, con matices morales e incómoda defensa, pero que pone sobre la mesa los límites del interés público que debe imperar en toda actividad costeada por el presupuesto.

No es un supuesto tan lejano. Los funcionarios sabemos que la justificación de las subvenciones es una tarea peliaguda, y así debe ser. Desde el año 2003, la ley general de Subvenciones exige que los gastos financiables respondan «de manera indubitada a la naturaleza de la actividad subvencionada», o sea, que el dinero público es para las cosas públicas: de yate, nada de nada. Aun así, periódicamente encontramos noticias donde se destacan las discrepancias con los auditores sobre la coherencia entre algunos gastos y el objeto de la actividad.

En la práctica, las situaciones dudosas son resueltas por los órganos administrativos sugiriendo a los beneficiarios la cuestionable sustitución de algunos justificantes de gasto por otros de mejor presencia, con el fin de eludir los posibles reparos de interventores o auditores. Por ejemplo, en un congreso científico todos los patrocinadores quieren costear el libro de las ponencias, y pocos la comida de clausura, aunque las dos facturas derivan del programa académico.

Pues bien, una noticia que revolotea desde hace meses tiene como protagonista al dinero público del deporte profesional. Las Cortes Generales, en una sesión de su Comisión de relaciones con el Tribunal de Cuentas, del día 19 de diciembre de 2006, atendió el informe de fiscalización sobre la financiación pública a la Real Federación Española de Fútbol durante los años 2002 y 2003. Nuestros parlamentarios instaron al Gobierno a que mantenga congeladas las subvenciones correspondientes a los ejercicios 2004, 2005 y 2006 hasta que se produzca el reintegro de las cantidades insuficientemente justificadas. Esto lleva a esa Federación a serios problemas financieros, y la prensa deportiva destaca que ha vendido su antigua sede a El Corte Inglés. Supongo que unas dificultades similares habrán alcanzado a las federaciones regionales.

Dentro de las múltiples irregularidades denunciadas por el Tribunal de Cuentas, destaca que durante el año 2002 la Federación «cofinanció» con la subvención, de 1.660.000 euros, un pago a los jugadores de la selección nacional «como contraprestación por ceder sus derechos de imagen y colaborar de ese modo en la generación de ingresos por publicidad» (página 28). El informe (www.tcu.es) considera que esta aplicación «no resulta comprensible, ni coherente con el interés público de la subvención, toda vez que la única consecuencia apreciable de la misma es incrementar artificialmente el beneficio de la Federación derivado de los ingresos de publicidad» (página 29).

El auditor revela que en realidad se subvenciona una actividad «puramente mercantil» de la Federación y subraya «la falta de justificación de la necesidad para el interés público de la subvención» (página 60). Se trata del delicado terreno de los conceptos jurídicos indeterminados, donde el legislador confía en una leal y certera interpretación por la Administración o entidad. Aquí se reconocen dos conceptos: necesidad e interés público. Su determinación a priori es tan difícil como explicar el fuera de juego. Sin embargo, como enseñaba García de Enterría en su clásico Manual de Derecho Administrativo, la solución es precisar en cada caso lo que «NO es necesario» o «NO es de interés público». Así, resulta más fácil.

El Tribunal de Cuentas no ha tenido ninguna duda al respecto, y nuestras Cortes Generales, a través de la Comisión Mixta, han respaldado las iniciativas tendentes al reintegro de las cantidades no justificadas adecuadamente. En el período fiscalizado (2002-2003) la Federación Española de Fútbol percibió financiación pública por importe de al menos 23 millones de euros. La tercera parte corresponde a la participación en el 1 por ciento de la recaudación de las quinielas, y se aplicaron (junto a la cesión de esos derechos de imagen) para ayudar a los clubes de Tercera División en sus desplazamientos (3 millones de euros) y a los de 2ª-B y Liga juvenil (un millón de euros).

El Tribunal de Cuentas entiende que la documentación presentada para justificar la mayoría de estos gastos era deficiente o inexistente, lo que le impidió conocer si el destino final de los fondos era el previsto. Es cierto que la precariedad de medios de muchas federaciones regionales les dificulta realizar un adecuado control administrativo de las ayudas, pero con el dinero público no sirven atajos ni lamentos.

El informe también destaca las deficiencias en la construcción de la Ciudad Deportiva y la emisión de una cuantiosa certificación inicial de obra por acopio de materiales, que el Tribunal de Cuentas califica de «ficticia». Una viciosa práctica para evitar perjudicar las subvenciones por no iniciar las obras en plazo, pero que, en puridad, trasladaría el problema a la jurisdicción penal.

Los asuntos del fútbol están revueltos en toda Europa. Sin ir muy lejos, el ex presidente de Federación Francesa de Fútbol (¡11 años en el cargo!, 1994-2005) y el vicepresidente acaban de ser condenados a seis meses y un año de cárcel, respectivamente. ¿Su fechoría? Falsear las cuentas del año 2002 y presentar un déficit de 63.000 euros, frente al verdadero, que alcanzaba los 13,9 millones; una disfunción revelada inicialmente por el Tribunal de Cuentas de Francia.

El delictivo maquillaje adelantó los ingresos por televisión al año siguiente (2003) con el fin de ocultar un déficit que hubiera agravado la mala imagen de la organización, bastante mancillada por el nefasto papel de la selección francesa en el Mundial de Japón y Corea. En aquellos días la prensa reveló suntuosos gastos de la delegación francesa. En particular, suscitó un gran escándalo otro gasto «innecesario» donde no podemos encontrar interés público: una factura de 4.800 euros por una botella de vino. El vino francés está caroÉ ¡Y más si se toma en Seúl!

Antonio Arias Rodríguez. Síndico de Cuentas del Principado de Asturias.