Las críticas a los aspectos más discutibles de las pasadas elecciones municipales y autonómicas deben ir precedidas por un gran elogio a la mera celebración de estos comicios. Vistas las elecciones con alguna perspectiva temporal, resulta admirable que hayan tenido lugar con tanta libertad y limpieza, después de tantos años sin libertades políticas, durante el régimen anterior. Pero, celebrada la gran fiesta cívica de las elecciones, es lógico que ahora se señalen los defectos y mataduras del cuerpo social, puestos al descubierto por la confesión general de los ciudadanos. El primer problema, señalado por los analistas políticos, es, en muchos casos, el considerable nivel de abstención, impropio de unos comicios tan cercanos a las preocupaciones inmediatas de los vecinos. ¿Significa la abstención, y el voto en blanco, un cierto distanciamiento entre electores y representantes políticos? Así como el voto en blanco tiene un significado inequívoco de rechazo por parte del votante, en cambio no resulta tan fácil determinar el sentido de la abstención, que puede obedecer a muchos factores. Pero yo quería referirme a un aspecto de las pasadas elecciones que me parece verdaderamente preocupante. Coincidiendo con una campaña, hasta ahora insólita, en contra del deber y del derecho del Estado de implicarse en la educación de los futuros ciudadanos, en contra de la asignatura Educación para la Ciudadanía, un número no desdeñable de candidatos, reiteradamente procesados por los jueces por delitos urbanísticos, han recibido un claro apoyo de los electores. ¿Puede tener que ver el rechazo a que el Estado intervenga en la formación moral de los niños con la permisividad de los electores hacia el pelotazo urbanístico? Yo creo que ambos fenómenos, la reducción de la formación moral del niño al ámbito familiar y -pelillos a la mar- el voto hacia candidatos procesados, como en Castellón o en Ciempozuelos, por ejemplo, sí tienen alguna relación. Parece asombroso que los candidatos antes citados, procesados por los jueces por irregularidades urbanísticas, tráfico de influencias, soborno, negociaciones prohibidas, fraude fiscal, etcétera, hayan recibido un señalado apoyo de los ciudadanos. ¿Cuál ha sido el pensamiento de los electores al dar su voto a un procesado por media docena de delitos? Repasemos algunos:

1. ¿Es posible que los jueces se equivoquen? Hipótesis poco probable, cuando se da una presunción de delitos múltiples y reiterados.

2. ¿Se supone que la corrupción política es generalizada, y se vota al que se considera más eficaz, al margen de cualquier consideración moral, tal como sucede en algún país hispanoamericano? Pero todo el mundo conoce políticos honrados, que salen del poder tan pobres como han entrado.

3. La moral pertenece al ámbito privado, en la vida pública la eficacia es el único valor estimable, todo lo demás es secundario. Esta parece ser la posición, tanto de los que niegan la capacidad del Estado de imponer una asignatura de formación cívico-moral como de los que consideran irrelevante que un candidato esté procesado por numerosos y reiterados delitos. Educación para la Ciudadanía trata de los valores que subyacen a la Declaración Universal de Derechos Humanos y a la Constitución española. Los cruzados contra esta asignatura argumentan que admitir esta disciplina académica «supondría delegar en el ámbito escolar una educación explícitamente moral que sólo corresponde a los padres». Pero restringir la formación moral únicamente al ámbito de la familia podría ser válido -dicho de un modo grosero- si a los niños sólo tuvieran que aguantarlos sus padres, lo que, evidentemente, no se da nunca. La familia tiene una importancia fundamental en la educación moral del niño, ¿quién puede dudarlo? Pero la educación, y también la educación moral, tiene una dimensión pública indudable, de la que el Estado no puede abdicar. Si la formación moral queda al gusto de cada familia, puede alguien pedir que, entre las enseñanzas llamadas no universitarias, se cree una escuela de hábiles en el manejo físico del dinero, es decir, una escuela de carteristas. Si la formación moral corresponde únicamente al ámbito privado, podrá ser compatible con que se vote -como acaba de suceder- a candidatos bien conocidos por su contumacia en las irregularidades urbanísticas, como los antes referidos de Castellón y Ciempozuelos.

Si prosperase la objeción a la Educación para la Ciudadanía, quedaría la formación moral como una cuestión privada, donde no es difícil predecir que tendrían prioridad los valores pragmáticos del éxito personal, del futuro triunfo social de los niños. En suma, nos hallamos ante una discusión bien similar a la que, hace veinticinco siglos, libraron Sócrates y los Sofistas en la Grecia Clásica. Pero si la Educación para la Ciudadanía se corresponde con la responsabilidad ineludible del Estado de formar buenos ciudadanos, en cambio la concreción de la asignatura siempre puede ser discutible. Como sucede con el equipo nacional de fútbol, para el que cada aficionado propone una alineación, también en la Educación para la Ciudadanía cabría subrayar éste o aquel tema. Por razones de estrategia, y para facilitar la superación de la gran controversia suscitada, yo creo que debería darse, en la programación, una mayor presencia de los clásicos de la filosofía ética. Se basaría esta opción en esa sorprendente cualidad de los clásicos de ser más actuales que nuestros contemporáneos -es más actual el teatro de Shakespeare que el de Antonio Gala-. Nunca acaban de decir los clásicos lo que tienen que decir, son inagotables, según Italo Calvino. Y una cualidad de los clásicos muy importante para la controversia que nos ocupa: nadie se atreve a negar el valor de sus enseñanzas, que están muy por encima de la lucha partidaria de nuestros días. Así, la defensa de la enseñanza pública y de la moral pública es más convincente, y hasta más hermosa, si se hace también desde la República de Platón y no solamente desde la actual Constitución española.