La sabiduría popular sospecha que muchas multas de circulación o sanciones tributarias son el resultado perverso de los sistemas de incentivos. Con frecuencia escucho esta queja respecto al exceso de celo recaudatorio. En las empresas abundan los empleados que perciben parte de su retribución en función del cumplimiento de determinados objetivos. ¿Por qué no en el sector público?

Modernizar la Administración ha sido una constante preocupación del legislador, desde 1964 (ley de Funcionarios Civiles), 1984 (ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública) y 2007 (Estatuto del Empleado Público). Una novedad de este recientísimo Estatuto radica en aplicar las técnicas propias del sector privado; en particular, incorpora el concepto de evaluación del desempeño (cómo se trabaja) más amplio que el clásico de evaluación del rendimiento (cuánto se trabaja) y cuya aplicación deberá ser concretada en cada normativa autonómica.

El Estatuto también prevé retribuir el grado de interés, iniciativa o esfuerzo con que el funcionario desempeña su trabajo y el rendimiento o los resultados obtenidos. Es el equivalente al actual complemento de productividad, tan escurridizo en su apreciación y blanco de considerables críticas sindicales. De un lado, por su componente discrecional, casi graciable; de otro, por su dificultad de aplicación en puestos sin margen para probar la especial iniciativa o el interés del funcionario.

En el ámbito universitario, el complemento de productividad investigadora de los profesores da derecho a un sexenio, tras ser evaluado por una comisión independiente de especialistas que, básicamente, valora sus mejores publicaciones en ese período o la participación en proyectos de investigación.

Otras veces los procesos de evaluación tienen en cuenta no sólo a la persona individual, sino al equipo en que se integra, fortaleciendo su compromiso personal y profesional. Es el gobierno de los indicadores, que deja en evidencia a los perezosos, agasaja a los cumplidores y que, hasta fechas muy recientes, no ha formado parte de la cultura administrativa española, a diferencia de lo que ocurre en los países anglosajones.

En el Reino Unido, la Audit Commission publica periódicamente indicadores locales, que permiten evaluar e informar a vecinos y a concejales de la eficiencia en la prestación de los servicios municipales. Se puede leer en un informe cualquiera: «Tres cuartos de los ayuntamientos han aumentado la cantidad de basura reciclada -en algunos casos duplicándola (...) más de la mitad de las brigadas de Bomberos han mejorado sus índices (...) sin embargo, las personas visitan ahora menos las bibliotecas...».

También los fondos públicos británicos para investigación son distribuidos en un riguroso ejercicio de evaluación de su calidad, tras una valoración del trabajo de cada departamento universitario cada cuatro años por expertos independientes, en una escala de cinco puntos. Así los departamentos calificados con 1 o 2 casi no obtienen fondos, mientras que los escasos departamentos con 5 reciben cuatro veces más dinero que los calificados con 3. Este competitivo sistema de reparto (de suma cero) establece un ranking permanente que recuerda la Liga de fútbol. En ambas competiciones, «fichar bien» ayuda a mejorar la clasificación.

En España, la reciente creación de la Agencia Estatal de Evaluación de la Calidad de los Servicios y de las Políticas Públicas expresa la preocupación por estos aspectos. Contar con información básica sobre el funcionamiento de los servicios públicos es ineludible para implantar incentivos, positivos o negativos.

Los indicadores son simplificaciones de fenómenos complejos y, por lo tanto, intentan reflejar la actividad o el progreso hacia un cierto objetivo. Un ejemplo de su dificultad de implantación lo encontramos en el complemento de productividad judicial. Inicialmente, partía de la fijación de un módulo de rendimiento, en función del órgano jurisdiccional (mayor exigencia a los órganos unipersonales que a los colegiados) y de la materia (penal, civil, mercantil, social y contencioso-administrativo). Los jueces y los magistrados que no cubriesen al menos el 80% de ese rendimiento tipo podrían ser «controlados» por la Inspección del Consejo General del Poder Judicial y sometidos a todo tipo de explicaciones e, incluso, a expedientes disciplinarios; quienes superasen el 120% de ese rendimiento se verían compensados por un complemento testimonial.

La fórmula se desplomó cuando las asociaciones judiciales impugnaron el reglamento y el Tribunal Supremo declaró que tal sistema de valoración del rendimiento era mecanicista, cuantitativo e ilegal, al asignar puntos en función de sentencias y según la materia, con independencia de la dificultad o de la complejidad del asunto, así como de la calidad de la resolución. Los jueces bromeaban afirmando que «ponían» sentencias como las gallinas huevos.

En el futuro, el procedimiento se blindará en el proyecto de ley orgánica, intentando que descanse sobre el rendimiento «personal» de cada juez, que deberá dictar sentencias en número superior al rendimiento promedio personal de los últimos cinco años. Tal concepción ha provocado nuevas críticas. No faltará quien piense que se reclama más a quien más trabajó y, en cambio, quien dictó sentencias con parsimonia y sin celeridad se verá con menor exigencia.

La necesidad de sistemas para la evaluación del funcionario parece innegable, aunque encontrar la fórmula precisa es todo un arte. Al Gore, reciente premio «Príncipe de Asturias», fue impulsor de la modernización de la Administración norteamericana repitiendo: «Lo que se mide se hace. Si no se mide, no se distingue entre éxito y fracaso. Sin reconocer el éxito, no hay recompensa».

Antonio Arias Rodríguez, síndico de cuentas del Principado de Asturias.