«No había podido dejar de comparar aquel asqueroso viaje con su propia vida, que primero había discurrido por llanuras risueñas, luego había escalado abruptas montañas y se había escurrido por gargantas amenazadoras, para desembocar finalmente en un paisaje ondulado e interminable, monótono y desierto como la desesperación»

Fragmento de «El Gatopardo»

Fue un 23 de julio hace cincuenta años. En esa fecha, fallecía una de las últimas grandes figuras europeas: Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Nacido en 1896, tuvo sobrada lucidez para plasmar en su obra las transformaciones radicales de un mundo del que había sabido captar sus mayores resplandores y vilezas. Anotemos que su obra maestra, «El Gatopardo», más allá de todas las excelencias que alcanza, fue un libro a contracorriente no sólo del momento histórico en que se publicaba, sino también de los movimientos estéticos entonces en boga. El proceso de decadencia de una aristocracia que lo había sido casi todo hasta las primeras vanguardias europeas colisionaba de plano con el neorrealismo entonces tan omnipresente y axiomático. Aquello, ni en el fondo ni en la forma, podía ser dado de paso por una estética que incurría demasiado en eso que alguien dio en llamar la petulancia del presente.

Asombra que la historia de una aristocracia decadente se impusiese en aquel presente en que Europa trataba de reconstruirse, así como en un momento en que la mayoría de las corrientes artísticas y literarias abogaban por un realismo a ras de suelo, enemigo de cualquier asomo de grandeza. En esa victoria radica uno de los muchos lustres de la obra lampedusiana.

Seis años más tarde, otro gigante de la cultura europea del siglo XX, Visconti, llevaría al cine «El Gatopardo». Son contadísimas las ocasiones en que la versión cinematográfica de una obra excelsa da alcance a tan ambiciosa caza. El caso que nos ocupa es una de las pocas excepciones. De otro lado, si se atiende a lo que fue la filiación política de Visconti, el desquite lampedusiano es absoluto. Un cineasta genial y de izquierdas lleva a la pantalla grande la historia de un aristócrata que, como el artista que lo parió, vive entre dos mundos y se sabe testigo y miembro de un tiempo del que sólo quedan rescoldos que ni siquiera crepitan: sólo el destello exangüe de la incandescencia que fueron.

La película en cuestión contó con el gran valor añadido de estar protagonizada por actores de primerísima calidad. Burt Lancaster demostró, además de otras muchas excelencias, una versatilidad acaso nunca superada. Claudia Cardinale estaba en el momento cumbre de su belleza y Alain Delon representaba muy bien el posibilismo ribeteado de picaresca que era propio de su personaje.

Más allá del neorrealismo, cuya ideología y moral podrían ser compartidas por Visconti, el también inmortal cineasta captó admirablemente el inmenso valor estético que encerraba la obra lampedusiana. Es indudable que a ello debió ayudarle en una proporción no insignificante la condición aristocrática del propio Visconti, que le obligaba a no ser ciego y sordo ante la grandeza del mundo narrado por Lampedusa.

Pero en Lampedusa hay algo más que la autoría de una obra maestra, pues, si de un lado narra magistralmente el proceso de extinción de un gran mundo, de otro, él mismo representa también ser uno de los últimos de una gran estirpe lamentablemente desaparecida. Lampedusa fue uno de los últimos gigantes europeos. Fue de esas almas grandes y porosas que, como decía Momsen al hablar de la historia de Roma, tuvo la envidiable virtud de ser todo él un cúmulo de grandes incorporaciones, en el caso que nos ocupa, de esas excelsas incorporaciones que formaron y conformaron la grandeza de Europa.

Asombrado ante el hombre que tanto amó, ante Stendhal, del que escribió una corta pero imprescindible biografía, se empapó de aquel asombro adolescente del personaje stendhaliano de «La Cartuja de Parma», haciendo de él obra de arte. La gran cultura europea fue para Lampedusa algo muy similar a lo que significó para Fabricio, el héroe stendhaliano, la épica napoleónica. Pasados furores en ambos, sobre todo en el primero, la justa medida llegó, sin que desapareciese de sus retinas lo mucho que hubo de heroico y sublime en sus ensoñaciones.

Cincuenta años atrás, falleció uno de los últimos gigantes europeos. Podríamos hablar de uno de los grandes captores y raptores de Europa. Lampedusa fue, además de un literato inmortal, alguien que atestigua con su vida y obra esa otra mitología que nos alienta y nos orienta: la de las grandes figuras de un continente cuyos esplendores y miserias siguen asombrando y estremeciendo al mundo. Y saben lo que es ir más allá del mordisco y del arañazo entre lo insuperado y lo insuperable.