«Somos un país de fuegos artificiales y esto ha sido una mascletá», terminó sentenciando José Luis Martín, editor de la revista «El Jueves», tras el lío ya mundialmente famoso, un follón que parece remitir, como siempre pasó, a base de educación, es decir, autorregulando las ventosidades en público y exprimiendo el magín hasta darles una salida con sordina, como en su día hicieron los maestros de «La Codorniz», que aprendieron, y enseñaron a toda España, hasta qué punto la liberación de humores sin prisa pero sin pausa aguza la imaginación.

Lo que nadie esperaba era que, tras los últimos voladores, apareciera don Iñaki Anasagasti recogiendo del suelo, como los niños tras la descarga, un petardo sin explotar para soltarlo en plan francotirador desde su esquina virtual (su blog), cuando ya se había hecho el silencio y no quedaba más que humo en el cielo de la noche. Este señor, que a fuerza de insistir parece haber logrado al fin el viejo sueño vizcaitarra de hacerse un hueco entre las mejores familias de Bilbao, tras haber vivido como un marqués toda su vida, gravita o levita o dormita ahora en estado gaseoso dentro de ese mundo irreal o cementerio de elefantes que es el Senado, y aprovechando que hasta el Pisuerga acabará pasando por Vitoria, se lanzó al ruedo antiborbónico, que parece ser el juego de salón más socorrido últimamente, llamando vagos, vividores y poco menos que maleantes a los miembros de la Familia Real, pero no a pecho descubierto y jugándose el cocido, como los de «El Jueves», sino protegido por su condición de aforado y sempiterno vividor del erario público sin que, por lo demás, se le conozca gran dedicación en su labor (es popular en el mundillo parlamentario como «el senador Nadasegasti»).

Don Iñaki, sin duda, lo que ha mostrado tener es un problema anasagástrico con la Familia Real o con la Monarquía (no los traga, se le atragantan y todo eso) y se lo debería mirar cuanto antes porque ya no está en edad. O mejor: que el Rey lo invite este verano a navegar en el «Bribón» a ver si relaja y que, aprovechando el viaje, lo nombre senador real, no irreal. Seguro que, antes de pisar puerto, tira el petardo al agua. No hay que descartar, además, que, con la melena suelta por el viento mediterráneo y metido en ambiente, logre decir adiós de una vez a la ensaimada mallorquina que luce en la cabeza (maldad del inolvidable Jaime Capmany) y, con la mente despejada de las nieblas del Norte, que son tan tupidas, se anime a ir poniendo el cierre de una vez a la sempiterna, indigesta, péptica, anasagástrica transición. De ahí a que lo nombren marqués del Bribón, ni un escalón. Y por lo demás, nada, a seguir viviendo como un marqués.