El umbral del otoño, ya en remisión los trasiegos propios de las vacaciones, y emergiendo el nuevo curso político, me ha parecido un buen momento para explicar -de forma más pausada que la que el formato de entrevista brinda- una de las decisiones que han causado mayor impacto mediático en torno a la configuración de la estructura del Gobierno del Principado de Asturias. Me refiero a la creación de una Consejería de Medio Ambiente y Desarrollo Rural. Críticas, pero también elogios, se han sucedido en torno a una decisión que no he dudado en calificar de valiente, inteligente e innovadora y que ahora, dos meses después de ocupar el cargo de consejera, la veo también como un gran acierto.

De entrada, decir que la vocación política subyacente en la decisión ha sido el propiciar una integración real y efectiva de los retos medioambientales en la política agraria, forestal y pesquera asturianas, para su enriquecimiento en beneficio de las gentes que viven o trabajan en estos sectores de actividad. Hablar de fusiones en detrimento de la identidad de dichas políticas, o de intentos velados de relegar a la subsidiariedad alguna de ellas, refleja recelos maniqueístas que no están ni en la mente ni en los hechos de quienes tenemos la responsabilidad de regir el destino de estas áreas de la acción del gobierno.

La estructura territorial y el asentamiento poblacional asturiano se caracterizan por la existencia de un espacio eminentemente rural que representa del orden del 90 por ciento de la superficie de la región jalonado por nada menos que 5.200 núcleos rurales, a los que añadir innumerables pequeñas agrupaciones de viviendas, caseríos y quintanas tradicionales. En esta realidad es muy difícil, por no decir imposible, deslindar lo que tiene una vocación antrópica -es decir más vinculada a las políticas agrícolas y de desarrollo rural- de lo que es «naturaleza» y, consecuentemente, tiene que ser gestionado desde el campo medioambiental. En definitiva, la evidencia del campo asturiano es resultado de la convivencia entre presencia humana, actividad agroganadera y naturaleza, factores inseparables que además interaccionan permanentemente. La ganadería asturiana está condicionada por nuestra orografía montañosa -piénsese, por ejemplo, en su dependencia de los pastos de altura-; y la naturaleza y paisajes que disfrutamos son en buena medida resultado de acciones de carácter agroganadero; ejemplos hay en la valiosa cultura del pastoreo y su contribución a la modelación del paisaje. Por tanto, si los ganaderos son gestores de primer nivel del medio natural asturiano, si son contribuyentes a su buen estado general, y si pretendemos que sigan siéndolo, la lógica de las decisiones institucionales aconseja otorgarles un papel activo y hacerlos beneficiarios de las decisiones que se adopten para mejorar la calidad del medio ambiente. Este es uno de nuestros compromisos con los hombres y mujeres del campo, y resulta innegable que la configuración de la Consejería allana el camino para lograrlo.

Otro de los coadyuvantes elementales de la decisión es nuestra concepción de biodiversidad y patrimonio natural, no sólo como grandes valores en sí mismos por cuya conservación trabajaremos con ambición, sino también como fuente de riqueza capaz de proporcionar un aditivo importante a las rentas de los habitantes del mundo rural, tanto a través de la profundización de políticas bastante consolidadas, como son las de turismo y naturaleza incluidas las de caza y pesca (guías de caza) como otras aún más en ciernes, pero cuyas posibilidades deberíamos explorar y tratar de aprovechar (biomasa, explotación de productos naturales, centros tecnológicosÉ). Mención especial merece la política de espacios naturales protegidos, particularmente los parques naturales, que promovidos desde el campo medioambiental se han revelado como fecundas experiencias de desarrollo rural y cuyos buenos resultados están generalmente reconocidos -más allá de puntuales reacciones críticas de orientación partidista carentes de apoyo social.

También hay otras razones de peso, que son las que derivan de la pertenencia de España a la Unión Europea y el empeño de ésta en vincular agricultura, ganadería y desarrollo rural con el medio ambiente, lo que se ha hecho patente tanto en las decisiones del Consejo como en la evolución de la Política Agraria Común (PAC).

Para justificar la importancia de este asunto, baste señalar que el gasto agrícola es el de mayor cuantía de la UE -nada menos que un 45 por ciento-, que España ha venido siendo un beneficiario neto de estos fondos europeos; y que en Asturias, aproximadamente 14.200 ganaderos perciben de Europa más de 90 millones de euros anuales.

Pues bien, en los últimos años y cada vez con más determinación, Europa aboga por el entendimiento y el justo equilibrio entre la producción de la agricultura y el respeto al medio ambiente. De hecho, los hitos en pro de esa integración han sido imparables. Primero fue el Tratado de Amsterdam, en 1997, que exigió la incorporación de las consideraciones medioambientales en el conjunto de políticas de la Unión. Seguidamente el Proceso de Cardiff, determinando la reafirmación del compromiso de incorporar el medio ambiente a la actividad agraria. En 1999, el Consejo de Helsinki, que adoptó una estrategia fijando objetivos concretos de calidad y uso responsable del agua, reducción de riesgos por el uso de fertilizantes, disminución de la degradación del suelo, protección del paisaje y la biodiversidad, defensa de la calidad del aire y lucha contra el cambio climático. Y en las conclusiones del Consejo de Gotemburgo de 2001 se insta a la Comisión Europea a profundizar en estos aspectos y a incluir en cualquier propuesta futura de reforma una evaluación cualitativa de las consecuencias de la agricultura en el medio ambiente y el desarrollo sostenible. También el Sexto Programa de Acción Comunitaria en materia de medio ambiente, en vigor hasta el 2010, aboga por esa integración, incardinada dentro de su objetivo prioritario de actuación sobre el medio ambiente, la salud y la calidad de vida.

La historia de la PAC ha estado marcada por el paso de una política agraria de posguerra, proteccionista y productora de alimentos, a una política agraria del siglo XXI, progresivamente liberalizada y generadora de otros bienes de interés social como la calidad alimentaria, el bienestar animal y el cuidado del medio ambiente. Desde los cambios operados en 1992, pasando por la Agenda 2000 hasta llegar a la reforma intermedia de 2003, se han venido introduciendo gradualmente nuevas o revisadas medidas que han determinado la mayor presencia del vector medioambiental en la agricultura. Tanto es así que en la actualidad, negar el compromiso con el medio ambiente en la actividad agroganadera y de desarrollo rural es sinónimo de renuncia a las ayudas de la PAC o, al menos, de penalización de las mismas.

Desde el año 2005 todos los agricultores beneficiarios de ayudas directas están sometidos a una ecocondicionalidad obligatoria. Y por lo que atañe a la política de desarrollo rural, la observancia de unas normas medioambientales resulta un factor de discriminación positiva en el régimen de subvenciones, cuando no una condición indispensable en su obtención, como en el caso de las medidas agroambientales que precisamente se perciben por adquirir compromisos con el medio ambiente más ambiciosos que los derivados de las buenas prácticas agrarias.

El afán de la PAC por avanzar en la integración de agricultura, ganadería y desarrollo rural con el medio ambiente no tiene nada de veleidoso. Se trata de una actitud obligada y de legitimación social del régimen de ayudas: hoy ya nadie pone en duda que unas malas prácticas agrarias pueden ocasionar daños irreversibles en el suelo, el agua o el clima; y todo el mundo reconoce que una forma sostenible de manejo del ganado y aprovechamiento de la tierra supone proteger biodiversidad, paisaje, recursos hídricos, calidad atmosféricaÉ; en definitiva, supone aliarse con el futuro de nuestra Asturias rural y natural.

Tampoco tienen razón de ser los pulsos imaginarios entre el agrarismo y el ruralismo, que hay quienes se empeñan en intuir bajo el título de la Consejería. Defendiendo las ayudas para nuestros ganaderos, se trata de procurar complementarlas abriendo nuevos horizontes a través de las alternativas que la política de desarrollo rural brinda, alternativas que son mucho más que las estrategias de desarrollo rural que se han identificado en el «Leader» o «Proder»; son también con la incorporación de jóvenes, mejora de las explotaciones, fomento de calidad y producción agroalimentaria, creación de pequeñas empresas, promoción del valor económico y ecológico del bosque, mejora de entornos rurales y un largo etcétera. Una política de desarrollo rural que, según la máxima responsable de la Comisión Europea, está llamada a adquirir un creciente protagonismo a través de una redistribución equitativa de recursos entre los estados miembros de la Unión (modulación) más amplia que la hasta ahora aplicada.

Por tanto, debieran superarse estereotipos anacrónicos y acoger con normalidad e ilusión lo que la nueva Consejería representa: coherencia con Europa, posicionamiento adecuado ante el futuro de la PAC y la próxima ley de Desarrollo Rural Sostenible y nuevas oportunidades de progreso y bienestar para nuestra ruralidad.

Belén Fernández González es consejera de Medio Ambiente y Desarrollo Rural.