La semana pasada, durante la auditoría realizada por las autoridades de seguridad de la Unión Europea y de Estados Unidos, algunos medios de comunicación se hacían eco del nerviosismo del Ministerio del Interior y de los responsables de los aeropuertos. Se inspeccionaron edificios, equipos de pista, plataformas, pasos de control; al parecer con resultados satisfactorios.

Con frecuencia, en estos procesos se extrema el celo. Durante el puente de la Constitución, un amable vigilante del aeropuerto me hizo enseñar hasta el ratón de mi portátil. Sin embargo, anécdotas aparte, el aspecto más comprobado fue la aplicación de las normas de seguridad sobre los 40.000 trabajadores que desempeñan su jornada laboral en el aeropuerto de Barajas: las tarjetas identificativas en lugar bien visible y los chequeos de control.

Tras la entrada en funcionamiento en 2006 de la Terminal 4, de incuestionable belleza «feng shui», con su perfil ondulante y techos rematados en bambú, el aeropuerto de Barajas es el mayor del mundo por superficie, con un millón de metros cuadrados y ocupa el cuarto puesto del ranking europeo en número de viajeros. Recientemente, se conocía que un gijonés era su pasajero cincuenta millones.

Pero sitios tan confortables se han convertido en un suplicio. La seguridad aeroportuaria es una prioridad nacional que ocasiona grandes trastornos a los viajeros. Hace poco, en un aeropuerto de Canadá, un joven murió abatido por la Policía ante una reacción desproporcionada a sus requerimientos. Había ido a visitar a su madre y no entendía inglés.

Los atentados terroristas contra las Torres Gemelas y el Pentágono ocasionaron miles de víctimas y daños cuantiosos, prolongando sus efectos años después con incómodas medidas de seguridad y normas secretas (han leído bien) de dudoso fundamento jurídico. El reglamento (CE) número 857/2005 de la Comisión, sobre normas comunes de seguridad aérea, se despacha con esto: «Para evitar que se produzcan actos ilegales, las medidas mencionadas en el anexo han de ser secretas, por lo que no pueden publicarse». ¿Leyes secretas que no se publican «para evitar actos ilegales»?

Pero volvamos a los auditores. En Estados Unidos existe un órgano federal de control de los fondos públicos (hay otros para cada Estado) encargado de realizar auditorías financieras y de gestión, ayudando al Congreso en el análisis y en la evaluación de las políticas públicas.

Se trata de la Government Accountability Office (GAO) creada en 1921 y dirigida por un contralor general designado durante 15 años (no renovables) por el presidente de Estados Unidos. Cuenta con 3.200 funcionarios que se hacen llamar los «watchdogs», porque son como perros vigilantes del dinero público. Algo muy yanqui. En su sede central de Washington hay una tienda que vende todo tipo de artículos (tazas, cuadernos, camisetas....) con el dibujo canino.

Hace tres años que la GAO cambió su nombre original, pero mantuvo sus populares siglas. La oficina, que antes era de contabilidad (accounting) y ahora es de accountability, un término de difícil traducción castellana; una mezcla de responsabilidad y rendición de cuentas. Fue una evolución natural, pues la GAO ya estaba dedicando la mayor parte de sus recursos a auditar la gestión y no las cuentas. Se decían «evaluadores» y no «contables».

Recuerdo mi sorpresa cuando, el 20 de septiembre de 2001, tan sólo nueve días después de la destrucción del World Trade Center, la GAO difundía un informe urgente sobre la seguridad en los aeropuertos. Nada extraño porque, desde 1979, ofrece 531 informes sobre terrorismo en su página web ¿Quién dijo que la auditoría era aburrida?

Entre los últimos informes, y volvemos a los aviones, quiero destacar uno del 11 de mayo de 2007, relativo a los controles de seguridad en aeropuertos extranjeros. Le preocupaba a la GAO aquellos vuelos que llegan a EE UU «desde países que son objeto de continuada y coordinada actividad terrorista, como la demostrada en el plan terrorista del explosivo líquido en agosto de 2006».

Por eso, la GAO analizó los resultados de la evaluación de los aeropuertos extranjeros y las compañías aéreas y entrevistó a funcionarios norteamericanos encargados de la seguridad aeroportuaria y a empleados de aerolíneas extranjeras, reconociendo ciertas molestias de los gobiernos como resultado de las frecuentes visitas inspectoras y tensiones con respecto a la soberanía.

La buena noticia del informe era que de los 128 aeropuertos extranjeros evaluados en 2005 «un 36% cumplía con todas las normas de seguridad aplicables», mientras que la mala reconocía que un 64% no cumplía «ni siquiera una de ellas».

Hace un mes se hizo público otro informe, con mucha repercusión mediática, porque la GAO comprueba por sí misma que existen lagunas en materia de seguridad. Usando información de dominio público, sus investigadores identificaron dos tipos de dispositivos que un terrorista podría emplear para causar grandes daños en un avión: un líquido explosivo y un detonador, obviamente prohibidos en el equipaje. Los auditores obtuvieron esos componentes en las tiendas locales y a través de internet por menos de 150 dólares y comprobaron que su combinación con determinados elementos provoca una explosión.

Además, lograron burlar la seguridad de 19 aeropuertos norteamericanos introduciendo varios componentes de artefactos explosivos ocultos entre el «equipaje de mano» y cuyo detalle la GAO mantiene en secreto. ¿Osado?

En otro informe, de hace dos meses, encontramos un análisis crítico del conflicto de Irak, donde la GAO concluye atribuyendo al Gobierno Bush una falta de estrategia clara, sin integrar sus objetivos con los iraquíes ni la comunidad internacional. «Mientras nuestras tropas, valientemente, trabajan en condiciones difíciles y peligrosas, continúa la violencia y la polarización de la sociedad iraquí... disminuyendo las perspectivas de lograr la seguridad actual de EE UU».

¿Cómo es posible que los auditores lleguen tan lejos en su análisis? ¿Hacen política sin presentarse a las elecciones? La respuesta está en el presupuesto: a pesar de los miles de millones de dólares en fondos para la reconstrucción, los sectores de electricidad y petróleo iraquí requerirán decenas de miles de millones más para cumplir con sus metas de producción. Y el dinero importa a los norteamericanos mucho más que la política. No es casual que los funcionarios de la GAO tengan otro apodo, también canino: «El mejor amigo del contribuyente».

Antonio Arias Rodríguez, síndico de cuentas del Principado de Asturias.