La azarosa vida del catedrático ovetense Ramón Prieto Bances centra este nuevo artículo de la serie que el autor dedica a las figuras más señeras de la Universidad de Oviedo con motivo de su

400.º aniversario.

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Podemos preguntarnos si entre las dos Españas beligerantes en la guerra civil (1936-1939) -la «nacional» y la «republicana» para utilizar las denominaciones que a unos y a otros parecían más convenientes- cabía una tercera, tal vez incomprendida por sus circunstancias compañeras, sin territorio geográfico delimitado y con población numéricamente reducida. Cuando se trata de esa cuestión, sus mantenedores aducen como representantes de aquélla los nombres, desigualmente perfilados al respecto, de, por ejemplo, Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset; me pregunto si en compañía de tan egregios compatriotas podría ir el del catedrático ovetense Ramón Prieto Bances (1889-19725), cuya biografía ofrece ciertos vaivenes ideológicos que permiten semejante adscripción.

La noticia biobibliográfica a él relativa que figura en las páginas 313-318 de la obra de Constantino Suárez («Españolito») «Escritores y artistas asturianos» (Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1957, 1957, tomo VI) fue escrita por mí (según se indica en el lugar correspondiente) y aprobada por el interesado; faltan en ella los hechos sucedidos con posterioridad y hasta su fallecimiento, el día 3 de febrero de 1972, a consecuencia de un infarto mientras se afeitaba y, también, unas cuantas entradas bibliográficas «de» y «sobre», homenaje estas últimas a su relieve científico y a su talante abierto y generoso, las cuales llamaban la atención acerca de su «saber estar» en toda ocasión mientras otros colegas hacían hincapié en que para don Ramón la cátedra fue «el reducto más firme de la libertad de espíritu» o le consideraban como «un hidalgo asturiano inmune a los azares académicos y a otros azares».

Azares académicos normales fueron su licenciatura en Derecho (Universidad de Oviedo) y el doctorado (Universidad de Madrid), 1912, por una parte, y, por otra, su actividad docente en la primera de ambas -profesor auxiliar y secretario de la junta de Extensión Universitaria-; a ello seguiría la cátedra de Historia del Derecho, obtenida en 1921 y desempeñada solamente un curso en la Universidad de Murcia, de donde se trasladó a Salamanca -iniciando aquí su amistad con Unamuno- para incorporarse, finalmente, a Oviedo en 1924. Le correspondió en ella leer el discurso de apertura del curso 1928-29, páginas que se abrían con el emocionante recuerdo de quienes habían sido sus profesores -caso de Garriga (que explicaba Lengua y literatura española en el Preparatorio), Berjano, Serrano Branat, Díaz Ordóñez; más especialmente, si cabe, el recuerdo iba dirigido a Altamira, Aniceto Sela y Canella, quienes en su día conocieron y gozaron del «encanto de estas piedras» (las de San Francisco 1) y algunos de ellos «sintieron su nostalgia al alejarse para cumplir en Madrid obligaciones ineludibles». El asunto del discurso fue «El Señorío de Santa María de Belmonte», unos «apuntes» dispuestos sobre la base de documentos del archivo de la Audiencia de Oviedo, a los cuales se añadieron las noticias obtenidas en el Archivo Histórico Nacional y en la biblioteca de la Academia de la Historia, material que le sirvió para el seguro repaso de aspectos como la fundación del Monasterio (I), la formación de su Dominio (II), la condición de las personas adscritas al mismo (III), el régimen de la propiedad y explotación del domino (IV), el poder de su Abad (V) y la pérdida y el rescate de la jurisdicción (VI); tristemente se concluyó el poderío de antaño y ante este suceso Prieto Bances no puede por menos de recurrir al tono lamentoso pues «pasan los siglos», el poder de los abades belmontinos se derrumba, pierden la jurisdicción del Coto, la propiedad de las tierras, y en las rutinas de aquel Monasterio grandioso, hoy ni las golondrinas tienen sitio para hacer un nido». Con este discurso, el autor quedaba incorporado sobresalientemente al grupo de historiadores de casa y foráneos interesados en el conocimiento de nuestro pasado merced a la investigación de primera mano, corroborada su autoridad como tal por estudios posteriores de igual naturaleza.

Otros azares no poco diferentes a los hasta aquí mencionados aparecerán más adelante en la existencia de nuestro conterráneo llenándola de grave preocupación e incluso de amargura, coincidente con su obligado abandono de las casi sagradas piedras universitarias antedichas. Sería una brevísima intervención en la política española, cosa solamente de días, a causa de su militancia en el partido liberal demócrata que dirigía su amigo y colega universitario Melquíades Álvarez: primero fue el nombramiento como subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, con Filiberto Villalobos como titular del departamento en un gobierno presidido por Alejandro Lerroux y al poco -del 3 de abril al 6 de mayo de 1935-, convertido en ministro del ramo más como técnico que como persona política; a lo que parece fue su confesor, consultado por don Ramón, quien le aconsejó aceptara, algo que cayó muy mal entre determinados sectores de la burguesía ovetense.

Una vez salido del ministerio fue nombrado secretario de la Junta para ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y en calidad de tal se trasladó a Madrid, hospedado en la Residencia de Estudiantes, adonde fueron a buscarle para darle el paseo unos milicianos republicanos, dueños y señores de vidas y haciendas en el enloquecido Madrid de Azaña y Giral; pudo escapar y refugiarse en la Embajada británica.

El exilio al que se vio sometido Prieto Bances duró desde entonces hasta 1944, cuando volvió a España, repuesto en la cátedra universitaria, primero en Santiago de Compostela y, después, en Oviedo, en cuya Universidad se jubiló en 1959. La portuguesa de Coimbra le había acogido antes generosamente y en ella continuó su tarea investigadora, como también en Oviedo a partir de 1947. «El mensaje de la Cruz de los Ángeles» fue el discurso de ingreso en el Instituto de Estudios Asturianos como miembro numerario del mismo; partiendo de la idea de que ella «parece contener mi vida entera», siguen unas páginas de exaltación entusiasmada y reverente en las cuales la religiosidad y el ovetensismo, fuerzas en él bien probadas, se combinan armoniosamente; en esa reliquia considera que existen «un mensaje religioso», «un mensaje artístico» y «un mensaje jurídico», tesis abundantemente documentada merced al apoyo de 398 notas. Añádanse como muestra de su penúltima y última actividad de investigador los trabajos destinados a congresos científicos de su especialidad o para honrar a colegas españoles y extranjeros diversamente homenajeados, junto a colaboraciones preparadas para algunas publicaciones periódicas (la «Revista de la Facultad de Derecho» ovetense, entre ellas), conjunto en el que la temática asturiana ocupa lugar preferente.

Le recuerdo en esos años caminando desde su domicilio en la calle de San Bernabé hasta la iglesia de San Juan, donde asistía a la función religiosa vespertina y a la salida, si el tiempo lo permitía, de paseo bordeando el Campo de San Francisco -por Toreno, Santa Susana, Marqués de Santa Cruz y paseo de los Álamos-, trayecto en el cual nos encontramos más de una vez: la tarde, por ejemplo, en la que le di la noticia de una colaboración del exiliado republicano Guillermo de Torre en un número de la revista «Atlántida», patrocinada por el Opus Dei; don Ramón se alegró grandemente por el hecho comentado como muestra de la deseable concordia entre españoles que rompía con el habitual y desdichado cainismo ibérico, simple anécdota si se quiere pero a mi ver harto significativa, corroboradora de la actitud que Prieto Bances mantuviera en septiembre de 1963 en sus palabras de bienvenida a los asistentes de la XII Semana Social de España, celebrada en Oviedo, cuando exaltaba el monumento del Valle de los Caídos en razón de que «es un símbolo nacional, porque es un recuerdo en piedra de que la esencia de la nación es el deseo de vivir unidos. Por eso bajo una cruz majestuosa se ha colocado el altar en el centro de España, socavada la roca, como si se quisiera llegar a las entrañas mismas de la noble tierra de Castilla. (Si falta el deseo de vivir unidos, la nación no existe. Contribuir a él es un deber patriótico. Combatirlo es un crimen de lesa patria). ¡Ojalá que España quiera ver siempre que esa Cruz del Valle, con sus grandes brazos, abraza a todos los españoles de buena voluntad, único medio de que en el futuro España viva y España suba!» (Ramón Prieto Bances, «Obra escrita», página 1.381, tomo II, Universidad de Oviedo, Secretariado de Publicaciones, Oviedo, 1976).

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