Cuenta una leyenda urbana que cada año muchos profesores de enseñanza Primaria pactan en secreto un reparto equitativo de los peores alumnos. Parece que es una práctica habitual en muchas instituciones. Los gerentes públicos lo hacen con los funcionarios de menor rendimiento. Recuerdo una reunión donde un prestigioso directivo, ante una reorganización, dio un manotazo en la mesa protestando porque había superado el «cupo de torpes», apelando a la solidaridad (?) entre los restantes jefes.

Algunos departamentos administrativos tienden a configurarse como un cementerio de elefantes; como aquel mítico lugar africano donde se creía que iban a pasar sus últimos días los paquidermos. Los departamentos de auditoría interna son pasto frecuente de estas tendencias.

Por eso en 1998 el «Manual de buenas prácticas del auditor general australiano» prevenía a los gerentes de que «demasiado a menudo asignan allí a personal de bajo rendimiento, sin relevancia o adecuación de sus habilidades, conocimientos o valores, contribuyendo a la propia ineficiencia al usarlos como una escombrera» (han leído bien, dijo «escombrera»).

Es frecuente que la alta dirección de las organizaciones considere que la gestión es lo importante y que el control es secundario. Al fin y al cabo, ellos dicen lograr el dinero para pagar a todos. Algunos aceptan que, como mucho, la auditoría interna es una escuela de directivos y desconocen la rentable inversión que incorpora.

Apoyo significa medios, y nuestros antípodas australianos llegaron a recomendar como media del sector público un gasto en auditoría interna del 0,038 por ciento sobre el gasto total, del 0,019% sobre el activo y una dotación de empleados de uno por cada 347 de la plantilla.

Por estas tierras, menos dadas a las estadísticas, solemos comprobar la autoridad real que mantienen los auditores e interventores con esta práctica fórmula: la influencia del órgano de control interno se mide en relación inversa con el tiempo que tarda en recibirte el director del organismo.

En ocasiones la influencia en las organizaciones tiene más que ver con aspectos emocionales, generacionales o conflictos históricos. Ahora está de moda escribir sobre los líos de oficina. Mariana Ferrari ha vendido miles de ejemplares de su libro «La puta vida corporativa» (Ediciones Granica, 2007), una fábula sobre las relaciones humanas en las empresas, protagonizado por animales salvajes: monos trepas, coyotes tramposos, tigresas luchadoras, cacatúas cotillas o búhos sabios.

Presentemos el escenario de batalla. Por una parte está la Generación X, concepto acuñado por Douglas Coupland para referirse a los nacidos a partir de los sesenta, la primera generación de gran preparación académica. Estudiaron en aulas masificadas y fueron pioneros de las políticas de flexibilidad y conciliación. Coupland establece el concepto de «lotería genética» como aquel golpe de suerte por el cual unas generaciones tienen las cosas mucho más fáciles que otras y con mucho menos esfuerzo obtienen más beneficios en la vida.

A éstos les «mueve la silla» la llamada Generación Y (nacida en los ochenta), que ha convivido siempre con las tecnologías de la información y pondrá en jaque a las organizaciones, pues son más individualistas que los anteriores; demandan más flexibilidad, mayor libertad profesional, más incentivos y un mejor trabajo. Además, conciben su carrera profesional en capítulos de dos o tres años, con frecuentes «huidas» si no encuentran lo que buscan. Han vivido una infancia feliz, pero ahora están teniendo dificultades para emanciparse y formar una familia. Y, por supuesto, cuando alguien les habla de lealtad o fidelidad a la empresa, te perdonan la vida con una sonrisa.

Luego están los mayores de 55 años, la generación de transición, que tiene cercana su jubilación. Poseen experiencia, madurez emocional y contactos. Sin embargo, tanto cambio tecnológico y organizativo logra que dos tercios declaren su deseo de jubilarse «lo antes posible», como demuestra la encuesta europea SHARE, frente al 57 por ciento en Francia, el 47% en Suecia y Alemania y el 31% en Holanda. ¿Sabemos el coste de prejubilar tanta sabiduría?

Aunque presenciamos estereotipos de difícil objetivación, porque los trabajadores constituyen un grupo diverso de imposible generalización por su edad, la actitud habitual es considerar a los mayores menos flexibles, menos dispuestos a participar en la formación y menos capaces de ofrecer competencias actualizadas. Como las organizaciones han experimentado el culto al joven, ven pasar veloces a los tiernos ejecutivos que quieren comerse el mundo.

Sin embargo, desconocen que en materia de instituciones públicas rige la ley de Tolivia (denominación que entenderán quienes hayan transitado por el alto de la Collaona), que formularé provisionalmente en estos términos: «Llévate bien con los que encuentres en la subida, porque los tropezarás en la bajada».

Antonio Arias Rodríguez es Síndico de Cuentas del Principado de Asturias.