Es imposible saber si Pelayo hubiera disfrutado de la popularidad de la que goza últimamente, pero seguramente le habrían divertido sobremanera los intentos de unos y otros por darle una vuelta de tuerca más a su historia. La ocasión que me lleva a escribir estas líneas es el artículo publicado por Manuel de Cimadevilla, seudónimo del periodista Manuel Fernández y González, en La Nueva España del 30 de diciembre de 2006 (página 38), en el que, según sus palabras, se da a la imprenta «una nueva tesis para la polémica entre los historiadores» referente al nacimiento y primeros años del rey Pelayo. Como el mismo señor Cimadevilla indica, esta «novedosa tesis... que rompe con el fagocitismo ortodoxo» es fruto de siete años de investigación, y la razón de adelantarla en el citado artículo se debe a la publicación de tres nuevos libros sobre el héroe de Covadonga. Me imagino se refiera a las recientes publicaciones de José Ignacio Gracia Noriega, Pablo Vega y José Luis Olaizola.
Por resumir la hipótesis del señor Cimadevilla, parece ser que en el ocaso del siglo VII existió una fuerte rivalidad entre el futuro rey Witiza (702-710) y el duque de Cantabria (Favila), puesto que ambos estaban prendados de una mujer que la cronística medieval dio en llamar -sin fuentes que lo apoyen- doña Luz. El que se llevó el gato al agua fue Favila, que se casó en secreto con ella y tuvo un hijo de ese matrimonio que más tarde bautizarían como Pelayo. La historia se hace cada vez más interesante. La madre de Pelayo, intentando salvar a su hijo de la ira del rey, abandona al recién nacido en una cesta junto con un pergamino en el que se indica el noble linaje al que pertenece. El lector acostumbrado a la novelística medieval ya se irá dando cuenta de por dónde van los tiros. La cesta con el recién nacido surca apaciblemente las aguas del río Tajo hasta llegar al pueblo de Alcántara, donde -¡oh, casualidad!- Teodofredo, duque de Córdoba, y tío de doña Luz, encuentra a la criatura. Para complicar un poco más la trama resulta que Teodofredo es padre del futuro rey Rodrigo (710-711), quien pasa su niñez como hermano de Pelayo, y tras la debida anagnórisis facilitada por el pergamino, Teodofredo obliga a Witiza a aceptar el casamiento entre Favila y doña Luz, que además acaban de ser padres por segunda vez. Al rey, claro está, no le hace mucha gracia todo este asunto y, según las crónicas, acabará asestando un golpe mortal a Favila en la ciudad gallega de Tuy.
A mi modo de ver, el problema es el siguiente. La bonita historia resumida en este artículo es, casi palabra por palabra, la primera novelización de la historia de Pelayo, contenida en la crónica sarracina de Pedro del Corral, escrita hacia 1430. Calificada por don Ramón Menéndez Pidal de ser «la primera novela histórica española» («Floresta de leyendas heroicas españolas I: lxxxix», Madrid, Espasa-Calpe, 1958) es, de hecho, el primero de unos cuantos intentos de elevar la historia de Pelayo a rango literario, que en la Edad Media, como ahora, también estaba a la orden del día reinventarse la historia. Aquí, está claro, se esboza un paralelismo entre la historia de Pelayo y la de Moisés, pero la lista es bastante más amplia, incluyendo correspondencias del héroe de Covadonga con Eneas o con el mismísimo Amadís de Gaula. Así que, a pesar de que el nombre de algunos de los protagonistas haya cambiado, no veo de ninguna manera cómo un relato ficticio de mediados del siglo XV puede ser una «novedosa tesis» a tener en cuenta.
Otro punto a considerar es la propia naturaleza de la crónica sarracina. El señor Cimadevilla afirma haberse documentado en «fuentes inhabituales», y si con eso implica que no ha acudido a las acostumbradas albeldense y alfonsina, bien está. Sin embargo, la crónica sarracina jamás fue tomada en serio. Basada en su mayor parte en la (hoy) fragmentaria crónica del moro Rasis -entre otras fuentes-, la obra de Pedro del Corral estuvo siempre en el punto de mira de aquellos «nuevos historiadores» que se lamentaban de las «coronicas e estorias [que] son auidas por sospechosas e inçiertas», incluyendo nombres tan prominentes como Hernando del Pulgar, el marqués de Villena o el propio Fernán Pérez de Guzmán, quien en sus «Generaciones y semblanzas» (Madrid, Espasa-Calpe, 1941) no dudaba en calificar la crónica sarracina de «trufa» o «mentira paladina» (5). Por consiguiente, no me explico cómo los historiadores -conscientes, espero, de que este relato proviene íntegramente de la obra de Pedro del Corral- tienen que entrar a polemizar sobre si es una hipótesis válida o no para dilucidar lo acontecido en la infancia del monarca asturiano. Lo reitero una vez más. Nada menos que cincuenta y dos capítulos de la crónica sarracina están dedicados a los amores furtivos del duque Favila y doña Luz, con el nacimiento de Pelayo, crianza y mocedades de éste, pero todo es fruto de la inventiva de su autor. No obstante lo dicho, la crónica sarracina gozó de enorme popularidad. Se conservan unos once manuscritos del siglo XV y al menos ocho ediciones entre los años de 1499 y 1587. Su visión del nacimiento de Pelayo, además, influyó en numerosas obras, entre las que se puede destacar «El sol de España en su oriente y el toledano Moisés» (1797), de Manuel Fermín de Laviano, u «Obrar cual noble, aun con celos» (1845), de Eusebio Asquerino, entre -me temo- otros autores más contemporáneos.
Cualquier relato de la historia de Pelayo tiene mucho de legendario, y con el paso de los años el imaginario colectivo fue añadiendo más y más datos a una historia ya de por sí interesante. El propio señor Cimadevilla trae a colación lo relatado en la «Historia de España» del padre Mariana (latín, 1592, traducida en 1600) para justificar la hipótesis de un posible viaje de Pelayo a Jerusalén, que viene a ser -el lector se dará cuenta- una fórmula clásica para llenar un vacío cronológico en la vida del rey asturiano y, de paso, beatificar todavía más la figura de un héroe que lo es gracias a la Divina Providencia. De la misma manera se relata la participación de Pelayo en el traslado del arca santa a Asturias junto al arzobispo de Toledo, aventura que ni siquiera me detengo a comentar, ya que está sobradamente probado que, por razones cronológicas, es imposible que Pelayo tuviera nada que ver en ella.
Desengáñense. Del héroe de Covadonga sólo sabemos lo que nos dicen las crónicas albeldense y alfonsina (en sus dos redacciones, Rotense y Ad Sebastianum), y la información que de éstas se puede sacar no es mucha, amén de estar considerablemente manipulada para servir a los intereses políticos de la época. Haciendo un esfuerzo, podemos admitir también los relatos árabes del «Ajb_r Ma_m_$27a» (hacia el año 1000), el «Fath Al-Andalus» (antes del 1106) o incluso el «Al-Bayan-al-Mugrib» (hacia 1306), que nos ofrecen una perspectiva totalmente distinta de la batalla de Covadonga; pero eso es todo. El resto, lo lean donde lo lean, es pura especulación.
David Arbesú es profesor de Lengua y Literatura Española en el Amherst College y en la Universidad de Massachusetts Amherst (EE UU).