Puestos a ocupar, los mal llamados «Hijos de don Quijote» -en realidad, una edición grosera y jibarizada de los bárbaros del Norte- han caído como una plaga, otra más, sobre una parte de la antigua España, dispuestos a poner por obra sus objetivos de incorporarse a la noble tarea de instalarse en viviendas ajenas, ante la indulgente comprensión de ciertas autoridades.

Los protagonistas de esta nueva modalidad invasiva han hecho un mal favor a don Miguel y a su inmortal criatura literaria, empeñado como estuvo el generoso caballero de la triste figura en la ímproba labor de desfacer entuertos y defender a los débiles. ¿Qué diríamos si el ingenioso hidalgo Alonso Quijano y su fiel escudero hubieran tomado posesión de la hospitalaria casa del Caballero del Verde Gabán expulsando de ella a sus legítimos dueños y cambiando después la cerradura?

Oigo decir a los expoliados que, según los expertos responsables, tienen derecho a recuperar sus hogares sin ninguna duda... con el pequeño inconveniente de esperar unos diez o doce meses a que se sustancie el procedimiento. Si veinte años no es nada, como reza el tango, un año es apenas un instante en la marcha del mundo, y no digamos si salimos al espacio interestelar.

Todo es relativo. No faltará quien, cayendo en la tentación de prescindir de demoras y trámites enojosos, fuerce la puerta de su propia casa por la brava y cambie nuevamente la cerrajería, convirtiéndose así en okupa de los okupas. Donde las dan las toman. ¿O no? Pero ha de saber lo que se juega.

No me invento nada pues, como se sabe, el propietario de un piso barcelonés que ha puesto en práctica este expeditivo procedimiento para recuperar lo suyo y no dormir en la calle fue denunciado por violar la intimidad de los ocupantes quebrantando así el artículo 18, punto uno, de la Constitución española que garantiza, entre otros, ese derecho.

Es verdad que el punto dos del mismo artículo establece que «el domicilio es inviolable», y muchos okupas parecen dispuestos a interpretar al pie de la letra esta inviolabilidad, pero siempre a su favor, ya que estamos entrando en una suerte de mundo al revés en el que se premia la transgresión y los malos son las víctimas.

Podríamos replantearnos, pues, en esta hora de revisionismos, si la propiedad es un robo. ¿Y la posesión?... Se reconocerá que, por lo menos, el mismo derecho a tomar posesión de un determinado espacio habitable tendrá quien hasta el momento era reconocido como dueño del mismo que toda la patulea de desconocidos invasores, sucesivos o simultáneos, que, por aplicación estricta de la ley de la selva, hayan decidido disfrutar del mismo. Se invoca nada menos que el artículo 47 de la Constitución («Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada...») para exigir en crudo un techo al Estado providente. Pero una cosa es tratar de establecer las condiciones adecuadas desde los poderes públicos (creando suelo, impidiendo la especulación y la corrupción, etcétera) y otra esperar con comodidad y total falta de realismo que los políticos nos solucionen la vida.

Y si se invocan los anteriores artículos para solapar una «solución ocupacional» -en el improvisado lenguaje de una tosca ministra del Gobierno-, también habría que considerar el artículo 33 de la misma ley de leyes que reconoce el derecho a la propiedad privada, sin que nadie pueda ser privado de sus bienes, sino por causa de utilidad pública o interés social.

Así que ojo: si usted es uno de los afortunados propietarios de un apartamento en cualquier playa mediterránea, del que disfruta en verano o alquila unos meses al año, un suponer, póngase en guardia, ya que puede encontrarlo con bicho dentro sin que le sirva la llave.