Para nadie es un secreto que las relaciones Iglesia-Estado no pasan en España por su mejor momento, aunque por parte y parte se quieran difuminar las tensiones de fondo. Habría que preguntarse «quién empezó»... Pero la respuesta es bien sencilla: Zapatero y su Gobierno, aunque en este momento disfrutemos de una especie de tregua de la ofensiva gubernamental por la sencilla razón de que hay demasiados frentes abiertos y se acercan unas elecciones, pero la escalada continuará.

Sin embargo, la autoridad civil parece ignorar que nunca le será rentable un enfrentamiento provocado con lo religioso, ese sustrato del alma humana que encuentra en la fe el sentido de la vida y que, como en el caso español, informa en gran medida el espíritu de la colectividad, su cultura y su misma historia. Y es precisamente esta «maestra de la vida» la que nos enseña lo mal que acabaron siempre los intentos de atacar las creencias desde el poder.

La Iglesia asturiana se dispone a entrar en un largo proceso sinodal de gran importancia para los católicos, en primer lugar, pero también con notable repercusión para el resto de los asturianos que profesan otras confesiones o ninguna. Y es que no cabe desconocer, pese a cierta decadencia de la práctica religiosa, la presencia y proyección social de las actividades de la Iglesia institución y de las organizaciones vinculadas con ella, sociales, misionales, docentes, culturales, sanitarias, asistenciales...

Pero la Iglesia en general, y la de Asturias en particular por la parte que le toca, vive un momento crítico, y no por primera vez en dos mil años. Crisis que no tiene por qué ser sinónimo de acabamiento, sino de tránsito de una situación a otra. Yo diría que la Iglesia católica es experta en crisis y en cómo salir de ellas. Podrá creerse o no que la nave de Pedro es insumergible, pero al menos ha demostrado serlo en sus dos mil años de existencia. Como instrumento terrenal, integrado por personas vulnerables y de carne y hueso, la Iglesia ha de aceptar sus propios errores, y así lo han hecho explícitamente sus últimos papas y sobre todo Juan Pablo II.

En Asturias, junto a una auténtica dimensión social muy eficaz, en particular desde los años sesenta con el pontificado de monseñor Enrique y Tarancón, y la contribución al entendimiento protagonizada por monseñor Díaz Merchán, así como la más reciente incorporación al mundo cultural en la etapa de don Carlos Osoro -ahí está como ejemplo el IV Ciclo «Cristianismo y cultura», en este mes de febrero, sobre el tema candente de las relaciones entre la ciencia y la fe-, habrá que reseñar en el futuro esta convocatoria del Sínodo diocesano como un hito en el constante «aggiornamento» eclesial, por usar un término que hizo fortuna en el último Concilio.

No obstante, los desagradables sucesos relacionados con la Cámara Santa a finales años setenta, cierta indulgencia con algunas posturas reivindicativas, determinados documentos polémicos del área sociológica, el uso catedralicio para ceremonias de carácter elitista o nobiliario, algunas tensiones internas que han trascendido, incluso en la prensa, por poner algunos ejemplos, constituyen episodios que no favorecen la imagen pública ante sectores de críticos al acecho que, en tiempos de tribulación y manejo mediático, pueden elevar la anécdota a categoría. Dicho sea con todo respeto.

A más altos niveles, el último y muy estimable documento de la Conferencia Episcopal, en el que se subraya la unidad de España y la repulsa al terrorismo, sienta una clara doctrina sobre los valores ciudadanos y patrióticos, pero dos puntos del texto hacen sospechar que ni los prelados vascos ni los catalanes habrían aceptado la redacción final sin sendas concesiones a favor de un nacionalismo democrático, supuestamente moderado, y de algún tipo de medidas de gracia con los terroristas presos.

La extraña manifestación convocada por monseñor Blázquez, presidente de la CEE, en Bilbao el mismo día de la gran concentración de Madrid (y a la que significativamente asistieron personajes como Anasagasti y Pachi López) me ha parecido, como a muchos, un error flagrante y un motivo más de perplejidad para los que quieren ver una división entre los obispos españoles. Por fortuna, no son estos tiempos propicios ni la sociedad es la misma del pasado para que puedan retornar los conflictos de los últimos tiempos del franquismo, con curas de izquierdas y derechas, la cárcel de Zamora, la gran crisis de la Acción Católica, el «caso Tarancón-Guerra Campos» o la conflictiva Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes en los primeros años de la década siguiente.

A la Iglesia católica la interesa manifestarse unida y libre de lastres, y a la sociedad civil le conviene que así sea para saber a qué atenerse. Uno de los propósitos sinodales será, sin duda, el de coordinar criterios y actuaciones de todos los movimientos, sectores, órdenes, actividades, clérigos y laicos relacionados con la institución.

No será aventurado suponer, desde el respeto a un proceso de distintas fases y a los posibles contenidos de sus proposiciones, que la Iglesia asturiana abordará los temas candentes que hoy preocupan y que tienen enfoques muy diversos: la familia, la juventud, el aborto, la eutanasia, la manipulación de embriones humanos, la enseñanza, el papel de los seglares, la información...

Sin olvidar otros problemas específicos de la Iglesia, como la falta de vocaciones o la significación social de algunos de sus ritos y su necesaria depuración, caso de bautizos, primeras comuniones o de las celebraciones matrimoniales, sacramentos convertidos con frecuencia en simples actos de relieve social sin otra trascendencia posterior.

Entre las dificultades posibles para el desarrollo sinodal, se arguye la escasez de teólogos de fuste, como lo fueron Juan Luis Ruiz de la Peña y Alberto Fernández y García Argüelles, tan prematuramente fallecidos. Pese a ello, cuenta la Iglesia Diocesana con un arzobispo bien preparado y animoso, así como un joven prelado auxiliar de alta cultura, como es don Raúl Berzosa, que hoy trabaja en prudente silencio y que sin duda encontrará en los preparativos y el desarrollo sinodales un campo abonado para volcar en ellos sus disposiciones científicas y pastorales, antes de que corra el riesgo de ser llamado a más altos destinos.