Se oye, y pienso que cada vez más, acerca del «mal fario» cuando somos víctimas o intuimos que algo malo nos va a ocurrir, en el momento de hacer una determinada cosa o que la Divina Providencia enrede entre nuestras piernas un gato negro: terrible esa premonición, porque al final hasta se lleva a cabo, se ejecuta sin remisión lo que rondó de negativo por nuestra cabeza.

De ahí la recomendación de nuestros entendidos en astros y otras ciencias ocultas de que, si al levantarnos observamos que todo nos va a salir mal ese día, pongámonos en actitud positiva y veremos cómo damos la vuelta a un día que se entendía como negro. Bueno, el «sabio vago» afirma que, ante el presentimiento de ese mal día, lo mejor es quedarse en la cama, no levantar las persianas por si se rompe la correa, menos aún encender la luz eléctrica por si nos da un chispazo y nos deja tieso, ir lo imprescindible al baño por si hay una gota en el suelo y resbalamos -se aconseja «el recipiente de servicios nocturnos», como antes se llamaba muy finamente al orinal o, mejor aún, bacinilla-, tomar solo líquidos por si nos atragantamos, no abrir la puerta de la calle por mucho que insistan por si es del Juzgado y vienen a embargarnosÉ y así hasta las cero horas del día siguiente.

Sin embargo, lo que les voy a contar, tan real como que soy yo mismo el que les escribe y cuenta esta historia, es un día con amanecer luminoso, buen despertar, buena ducha y mejor desayuno, y con una carga positiva, añadiría, bastante eufórica. Me trasladé a ver, por segunda vez, un museo peculiar que se encuentra a unos cuarenta kilómetros de mi casa. El museo en cuestión, de viejos y rancios vehículos de transporte y turismos, se abre sólo cuando hay personas que lo solicitan y una vez por semana. Así que, una vez que se formó el pequeño grupo visitante (dos adultos con sendos niños, el responsable del museo y yo) comenzó la visita guiada. Yo, ya veterano, pedí permiso para hacerla «a mi aire» y sacar alguna fotografía más que anteriormente no había hecho. De pronto, observé que uno de aquellos adultos, por cierto, perfectamente trajeado, camisa blanca y corbata, lo tenía «pegado a la cola» y, al cabo de un par de minutos más, ya «volaba» a mi izquierda. Y comenzó a conversar, a preguntar y, en seguida, ya habíamos entablado una animosa conversación sobre diversos coches, motores y camiones, logrando despertar en mí una notable curiosidad: «¿Quién era aquel personaje que tan finamente se expresaba, había tenido tal parque de buenas marcas de vehículos y sabía tanto de mecánica?». «Bueno -pensé a continuación-, si no me entero antes, quizá lo sepa el responsable del museo y así satisfago mi curiosidad». Pero no hizo falta esto último, y verán por qué.

Cuando la visita tornaba a su fin y nos despedimos entre todos nosotros, el caballero que tan buena impresión me había causado echó mano a su cartera y me estiró una tarjeta de visita que, cuando me la entregaba, solo pude ver que tenía muchas cosas escritas en una tonalidad azul marino. Me pareció una indiscreción el mirarla con detenimiento y la guardé en el bolsillo. Después, de vuelta a casa, hice un mental análisis de mi segunda visita al museo, del surgido acompañante y así llegué a mi destino. Ya en casa y ávido de saber, extraje la custodiada tarjeta yÉ, ¡joder, qué palo! Primero me entró un sudor frío, como consecuencia me encontré hasta mal de salud, después me senté y, a medida que me recuperaba, iba leyendo con detenimiento aquella pequeña cartulina con letras azules: era de una funeraria y, naturalmente, el educado personaje que tuve a mi lado era el dueño de la misma. No había más sorpresas: su extenso parque móvil, con multitud de marcas, habían sido coches fúnebres. Lo que apuntaba ser una hermosa jornada, a mediodía se había tornado en un riguroso y negrísimo día.