Hubo un tiempo en que el cine de autor era objeto de piadosa veneración, tanto que íbamos a ver una película como el que va a misa. Aquella religiosidad venía cocinada con los factores de cada quien: por curiosidad intelectual, por el inconfesado masoquismo tan propio de la «gauche divine», por un aquél de estar a la moda o por la cosa de ir contra el franquismo. Y de tal guiso vino el negocio de las salas de arte y ensayo.

Eran templos culturales, de los años sesenta y setenta del pasado siglo, grandes espacios (recuerdo el Palladium de Oviedo) llenos de butacas atracadas de espectadores prestos a «sacrificarse», en la gran mayoría de los filmes, en una liturgia de imágenes generalmente tortuosas que muchas veces se camuflaban en retorcidos guiones de los santones del cine europeo. Esta semana han muerto dos de ellos, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, calificados por la crítica actual, que está formada en gran parte por muchos de los feligreses de entonces, como el cineasta de la muerte, el sueco, y el de la soledad, el italiano.

Woody Allen, que mora y rueda en estos momentos por las Asturias de Oviedo y de Avilés, hizo en Salinas (la de Castrillón, no la de California) un encendido elogio fílmico de Bergman, lo que respeto, pero no comparto.

Creo que las películas del autor sueco envejecen mal, y las de Antonioni peor que mal. Recuerden que defunción y mutismo eran sus características, según algunos de los escribientes de la policía cultural cinematográfica.

Ambos autores a mí no me dejaron huella, pero sí aburrimiento. No me quedó ningún acné del sarpullido cultural que contagiaron estos atormentados artistas. La prueba es que, desde que tengo uso de razón cinematográfico, me fascina gran parte de la obra de Coppola, Ford, Welles, Fellini, David Lean, H. Hawks y Berlanga.

Al caballero Woody Allen le tengo un apreciable respeto, aumentado estos días por su buen gusto al escoger parte de nuestro casco histórico, así como Salinas y el faro de San Juan como escenarios de su próxima película. Con este rodaje está consiguiendo disfrazar Avilés de Hollywood, o ponerlo al nivel de Manhattan. En todo caso, universalizarlo, lo que es impagable.

Correspondamos dejándolo rezar, digo rodar, en paz.