Ningún judío puede en verdad convertirse al cristianismo. ¿Cómo podría llegar a creer que otro judío es hijo de Dios?

Henri Heine

Hace una semana del entierro en la catedral de París del cardenal Lustiger, judío y francés, arzobispo de dicha capital desde 1981 a 2005. Días antes, al también judío de nacionalidad israelita y tunecino de nacimiento André Chouraqui se le enterraba en el Monte de los Olivos de Jerusalén. Según la cultura popular judía, los muertos allí enterrados gozarán del privilegio de ser los primeros en resucitar antes del Juicio Final. Tierra de tal lugar se envía a las comunidades judías de la diáspora, para mantener un simbólico vínculo telúrico con la patria añorada y lejana.

Fueron dos personalidades, la del judío cardenal y la del judío teólogo Chouraqui, muy diferentes, uniéndoles su misma raza. El lugar de sus respectivos enterramientos es muestra evidente de esas diferencias. Confieso desde ahora mi mayor fascinación por la figura e inteligencia de Chouraqui que por la del cardenal, con ser ambas importantes.

La primera vez que vi y oí a Chouraqui fue en 1989, en el ya mítico programa de la televisión francesa «Apostrophes», conducido por Bernard Pívot. En la emisión memorable que hizo el número mágico 707, bajo el título «El secreto del mundo» se debatió entre Umberto Eco, Théodore Monod y André Chouraqui. Poco antes éste último había concluido su gran obra: traducir la Biblia del hebreo, los Evangelios del griego y el Corán del árabe. Da idea de su empeño vital por tratar de concordar en lo posible las tres religiones monoteístas, del desierto y de los descendientes de Abraham, tan enemigas y guerreras desde siempre hasta ahora mismo: primero el judaísmo (la ley del pueblo escogido de Israel), después el cristianismo (de San Pablo y de los apóstoles de Jesús) y la más nueva religión, el islamismo, del profeta Muhammad (siglo VII d. C.).

Trató Chouraqui de destacar los puntos comunes y vínculos entre las tres religiones, denunciando que la identidad de cada una se formase en detrimento de la paz y de la verdad. En su libro «Carta a un amigo árabe» (1994) explica el conflicto entre Israel y el mundo árabe. En su libro «El sabio y el artista» (2003) analiza la modernidad y lo religioso («En tiempo de tensiones», escribe en la página 31, «mi padre me enseñaba que la sabiduría, si te echaban a una fosa de leones, consistía en entenderse con las fieras»). En su libro «Los diez mandamientos hoy» (2000) medita cada mandamiento del Decálogo a la luz del judaísmo, del cristianismo y del islam.

La muerte del judío cardenal replantea, por infinita vez, el tortuoso, conflictivo y dramático tema de las relaciones entre la Iglesia católica y el judaísmo. Desde el lejano 28 de octubre de 1965, fecha de la declaración del Concilio Vaticano II «Nostra aetate», aprobada por los padres conciliares con 2.221 votos a favor y 88 en contra -la declaración elimina la calificación de «deicida» o «infiel» al pueblo judío y, reconociendo el cristianismo sus fuentes judías, de «hermanos mayores» pasó a considerarse a los judíos- muchos hechos, documentos y declaraciones se han producido, siendo verdad y de lamentar que ni en aquella declaración ni en ningún otro documento del Vaticano II se mencione la Shoah ni sus víctimas por millones.

Ya escribimos en un anterior artículo, en estas mismas páginas, que la Iglesia católica consideró que su gran enemigo en el siglo XX era el comunismo. La Iglesia estuvo muy perseguida en los países del Este. El Papado de Pío XII fue de forma nuclear anticomunista. Otro Papado, el de Juan Pablo II, apuntilló al comunismo. Aparecen en la escena política el nazismo y el fascismo, también radicalmente anticomunistas. Con sumo cuidado se puede recordar aquello de que «los enemigos de mis enemigos son mis amigos», si bien no ha de caber confusión: el nazismo racista era profundamente anticristiano. Lo que pretendía se contraponía a los mandamientos y postulados cristianos, católicos. Eso de alguna manera quedó bastante claro; lo que quedó oscuro, muy oscuro, fue lo demás. En estos momentos, historiadores judíos y otros, consideran probado el comportamiento pasivo de la jerarquía vaticana, rabiosamente anticomunista, ante ciertas atrocidades nazis. Esa actitud se conoce como «los silencios de Pío XII», que ya no sería ese «pastor angélico» que inicialmente se pintó, sino más bien la escultura con cara de diablo que está en la basílica de San Pedro (a la derecha, según se entra). Y de subir a los altares, ni hablar.

Los judíos, antes y ahora, nunca creyeron en alambicadas explicaciones ni en justificaciones de desconocimiento por el Vaticano de lo que estaba pasando en los años cuarenta del pasado siglo. A modo de exculpación indirecta, en el texto «Una reflexión sobre Al Shoah», elaborado en 1998 por la comisión vaticana para las relaciones religiosas con el judaísmo, presidida por el cardenal Cassidy, se dice: «Frente a ese terrible genocidio, que los responsables de las naciones y las mismas comunidades judías encontraron difícil de creer cuando era cruelmente perpetradoÉ». O sea, más o menos, que si los demás no sabían, qué íbamos a saber nosotros... viene a decir. La unión entre el fascismo anticomunista y la Iglesia católica se hace visible y manifiesta en la «cruzada» española y en el nacionalcatolicismo que la siguió.

Desde hace unos años han cambiado las tornas y el enemigo ya es otro: el islam. Ahora los judíos ya no son los parias que fueron en tiempos del nazismo y del anticomunismo, sino muy importantes e interesantes aliados frente al enemigo común: el islamismo. En este nuevo contexto la figura y presencia del cardenal Lustiger se hace importante, sobre todo a partir del Pontificado de Juan Pablo II, que tantos gestos tuvo con Israel (visita a la sinagoga romana en 1986; reconocimiento del Estado de Israel en enero de 1993 y rezo en el Muro de las Lamentaciones en el año 2000).

Es verdad que el cardenal Lustiger predicó y luchó mucho por el acercamiento y diálogo judeo-cristiano, por destacar el mismo encuadre bíblico de la estructura de la fe y de la estructura antropológica entre judíos y cristianos. Pero también es verdad que, por su condición de judío, de madre víctima de Auschwitz, era un icono ideal o estandarte para mostrar y exhibir en busca de ese acercamiento a los judíos, tan querido por la Iglesia.

La extravagancia (vagar fuera de los caminos ordinarios) de ser judío de nacimiento, católico por bautismo y arzobispo de París hizo que las televisiones lo llevasen a sus escenarios. Recuerdo su magnífica intervención en un programa estelar de televisión «Chez Fréderic Mitterrand» en los años ochenta. Juan Pablo II contó mucho con él, pero sus hermanos del Episcopado francés nunca le eligieron presidente de su Conferencia Episcopal. Avi Pazner -que fue embajador de Israel en el romano Quirinale y que llevó en parte el peso de las negociaciones, muy complicadas, que culminaron con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre el Vaticano e Israel- ni siquiera menciona a Lustiger en su libro «Los secretos de un diplomático» (2005). Las acusaciones de pasividad en el último conclave contra el cardenal judío fueron muy injustas, pues ya en ese tiempo estaba gravemente enfermo e invadido por el mal físico.

Muchos problemas tiene la Iglesia con el judaísmo. No olvida el judaísmo lo que la Iglesia le hizo padecer en la Antigüedad y en el resto de edades. Por eso tanto desconfían y están tan susceptibles. Lo último fue la protesta del Congreso Hebraico Europeo el 8 de agosto pasado por la audiencia del papa Benedicto XVI al director polaco de Radio Maryja, al que se atribuyen propósitos antisemitas. Lo penúltimo fue la declaración del Papa durante su estancia el año pasado en el que fue campo de concentración de Auschwitz: «¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿por qué permaneció callado?». Le interpelaron los judíos preguntando: «¿Por qué en vez de preguntarse por el silencio de Dios no se preguntó por el silencio de su predecesor Pío XII?».

Y es que es resulta temerario que un Papa se pregunte por el silencio de Dios, pues se le puede recordar a San Agustín. Al principio de su «Ciudad de Dios», San Agustín también se interrogaba por qué los dioses paganos de Roma se callaron con ocasión de la invasión de los bárbaros. El santo se respondía a sí mismo que permanecieron en silencio porque no existían y prometía que Cristo, que sí existía, nunca callaría...

Es también de mucho problema que el judaísmo, que es religión y mucho más -más que hablar de judaísmo se debería hablar de judaísmos- niegue la condición de Mesías a Cristo y su filiación divina. No estamos, pues, ante simples disputas de cristianos ortodoxos ni protestantes. El «hueso» es muy duro de roer, por mucho que se le pinte como comestible. Eso la Iglesia católica lo entendió siempre, lo que explica mucha historia e historias negras.

Los judíos, que destacan en todo, inventaron el humor cargado de melancolía. El año pasado se publicó un libro de Víctor Malka titulado «Palabras de espíritu de humor judío» (Ediciones Du Senil). Rizando todos los rizos, tiene un capítulo, el cuarto, dedicado a la vida religiosa. Allí está la frase del judío Heine que encabeza este artículo y que sirve para destacar el extraño periplo del cardenal Lustiger. Allí también está lo siguiente, que es prueba de la guerra entre judaísmo y cristianismo: a Larry King, gran entrevistador de la CNN, le pidieron que dijera qué pregunta haría si pudiera sentar en su programa a Dios. A lo que King contestó: «¿Tenéis un hijo?».

(Los libros citados precedentemente, a excepción del de San Agustín, no están traducidos al castellano. Dichos libros, en su idioma original, y los vídeos de «Apostrophes» y «Chez Fréderic Mitterrand» quedan a disposición de quienes tengan especial interés en la redacción de este periódico).

Ángel Aznárez es notario.

Viene de la página anterior