El inefable José Bono, fiel a la ley del eterno retorno, ha vuelto de sus lares, a los que supuestamente se había retirado para ocuparse de los suyos, y ha quedado expuesto en la Presidencia del Congreso de los Diputados. Venturoso acontecimiento que le ha deparado la ocasión de alegrarnos con un discurso conciliador según el cual ejercerá su cargo «con humildad», añadiendo que tanto él como todos los diputados han de imitar «a la sociedad a la que representamosÉ tolerante, respetuosa y educada».

Se trata, evidentemente, de dos mentiras de alto calibre. Nadie en su sano juicio aceptaría que una de las virtudes que adornan a José Bono sea la de la humildad. En cuanto a que nuestra sociedad en su conjunto practique regularmente el respeto, la educación y la tolerancia, recibámoslo a beneficio de inventario.

Pero todo esto no ha de inquietarnos en absoluto porque Bono, como los cretenses de Epiménides, es mentiroso, condición que conoce todo el mundo. Incluso, es muy posible que lo sepa él mismo porque yo creo que muchas veces trata de mentir aun diciendo la verdad para que creamos que miente. No sé si me explico. Algo parecido al caso de Francisco Fernández Ordóñez, a quien reprochó un día Leopoldo Calvo-Sotelo: «Paco, ¿por qué nos quieres engañar diciéndonos que pasó tal cosa para que pensemos lo contrario, siendo así que pasó de veras?».

Singular disposición que permite a Bono sostener dos posiciones antagónicas sin descomponer la figura. La posible explicación de esa aparente capacidad de estar al mismo tiempo en Pinto y en Valdemoro, caso claro de bilocación, es la búsqueda del centro que, al no tener dimensión, se encuentra por la contraposición de los extremos, en aplicación de la lógica difusa, tan de moda. Por eso el resultado de sus mentiras no tiene por qué ser necesariamente inconveniente. Sólo es preciso conocer la clave para interpretar sus palabras y sus hechos.

Y es que Bono defiende la unidad de España y, al mismo tiempo, apoya a ZP en sus alianzas con los nacionalismos; se dice católico y asiste en San Carlos Borromeo a una misa apócrifa y a «comulgar» junto a Zerolo con rosquillas de anís; abomina del terrorismo y saluda la negociación con los asesinos; halaga a los militares y suprime el eslogan de la Academia de Lérida y las alusiones a Dios y a la patria del himno de los cadetes de Marina; proclama la igualdad y vota por las desigualdades autonómicas; alardea de dejar la política para ocuparse de la familia y retorna babeante a un cargo de relieve; se concede a sí mismo una alta condecoración militar y se la retira más tarde por el escándalo generalÉ

Los vaivenes de Bono, sus vanidades y sus manejos para permanecer en el «candelabro» llenarían muchas páginas: aquel descenso de los cielos sobre el Bernabeu, la supuesta paliza en una manifestación de la AVT, sus intrigas para tratar de conseguir la secretaría general de su partido, la instrumentación del «caso Yak» y la persecución a Trillo, el supuesto golpe de viento que derribó el helicóptero en Afganistán, la frustrada venta de material bélico a ChávezÉ

No. Bono seguirá siendo él mismo: una especie de charlatán de feria de la escuela de Albacete, tipo de los geniales Quinito y León Salvador que en la antigua feria de la Ascensión vendían cualquier cosa que se propusieran y encima de regalo entregaban otros objetos tan innecesarios como los demás, tal cual los relojes de baratillo que el entonces presidente autonómico iba regalando a los lugareños por los caminos de La Mancha.

Un José Bono que ahora se nos presenta como un hombre humilde, sencillo y componedor, es decir, un Bono bueno que, sin querer, me recuerda el eslogan de los buses del Madrid de los ochenta: «Bono bueno el bonobús». Su populismo, su ambigüedad, su pico de oro y su irrefrenable afán de notoriedad nos darán desde ahora un buen pasaje para el regocijo.