La cantidad de años que llevo comprando cremas y aplicándome todo tipo de productos farmacéuticos para engañar al tiempo que me cerca como sonido de guerra, y ahora resulta que con unas sanguijuelas, sabiamente aplicadas en la piel, recuperamos la juventud perdida. Así lo ha confesado una de esas hembras pingües de la pantalla que ha decidido tirar por la ventana las pócimas y despedir a su médico, quedándose a solas con sus sanguijuelas: «Al primer mordisco me dan ganas de gritar, pero, una vez que me relajo, noto cómo comienzan a beber mi sangre y ya me encuentro libre de toxinas».

Éste es su relato, escueto pero claro como la desnudez de un cuerpo, de donde se sigue que hacemos largos caminos para descubrir obviedades ya sabidas. Porque la terapia a base de sanguijuelas sale en todas las novelas del siglo XIX, desde Balzac a Tolstoi, pasando por Theodor Fontane. En ellas, en cuanto aparecía un personaje aquejado de una hepatitis o una nefritis -pongamos un patricio urbano o una señorita afilada, de esas con mirada de saeta-, venía el médico con su muestrario de sanguijuelas amaestradas y las aplicaba en la zona comprometida por la enfermedad. Para las afecciones testiculares, tan propias de aquellas épocas ahítas de moralina pero desparramada en anhelos, la ingle era el lugar apropiado.

Es decir, que después de grandes investigaciones cosméticas y dermatológicas, descubrimos el valor terapéutico de la sanguijuela como los cubanos tuvieron que irse a Sierra Maestra y hacer una revolución con muchas banderas y oír interminables discursos para que ahora se les permita entrar en un hotel o llamar por teléfono. Piensa uno -en nuestra poquedad- que nos podríamos haber ahorrado tantos aspavientos y tantos esfuerzos. Ser comedidos es un tributo aconsejable para no irritar a los dioses.

Porque la sanguijuela, que ahora se recupera, fue, además, un avance en relación con otras prácticas destinadas a mantener la salud o la belleza. En Viena se visita la casa que perteneció a una señora de la alta aristocracia -las aristocracias siempre son altas- que se bañaba en la sangre de las señoritas a las que mataba por el solo placer de aparecer más guapa en los bailes de la Corte, cosechando gran éxito, gracias precisamente a la sangradera previa. Hasta que una rival, incapaz de atraer hacia sí la atención de los machos en aquellos saraos con el emperador, la denunció a la Policía cubriéndola de epítetos como asesina y torturadora, cuando lo único que pretendía aquella señora era esquivar los escombros de los inviernos.

Y a finales del siglo XV y principios del XVI, en aquellas tierras centroeuropeas, nido de perversiones por el clima y el ahorro que el sol practica en ellas, una condesa a la que se conoce con el nombre de la Báthory también desangraba a las campesinas para darse un bañito de sangre, lo que devolvía el lustre a su piel marchita, asegurándole burbujas de esplendor. Ha pasado a la Historia como la «condesa de la sangre» y ha inspirado relatos escritos a sangre fría. Justo para evitar estos excesos, se inventó la sanguijuela, modosito anélido sin mayores pretensiones que ayudar al prójimo de forma incruenta y barata. Poder beneficiarnos de esta terapia y no hacernos mala sangre viendo cómo la disfrutan los ricos exige implantar factorías de sanguijuelas, como las hay de lubinas y de truchas.

Pero a la sanguijuela le espera otro destino histórico más sublime: ejercer en nuestra sociedad doliente el monopolio exclusivo de chuparnos la sangre. ¿Alguien se atreve a negar que, si tal ocurriera, estaríamos ante la revolución definitiva, el verdadero fin de la Historia?