Cuesta creerlo: se ha rezado en la Almudena por la vida, valioso e irrenunciable patrimonio del hombre. A medida que avanza la cultura de la muerte, la sociedad le escatima el respeto a la vida y los gobiernos se sienten liberados del deber de protegerla. Acaso sea cierto que nunca se había tenido en tan poco la vida de los desvalidos, concretamente los vicios y los no nacidos. La celebración del acto «pro vida» tiene carácter de denuncia que invita a tomar conciencia de esta aberrante tendencia de la sociedad. En discurso a una asamblea plenaria sobre la familia, Benedicto XVI ha mostrado preocupación por la acuciante «asistencia en la eutanasia para resolver casos difíciles». La asamblea, con evidente sentido de la oportunidad, centró su temario en la presencia de los abuelos en la familia. Hoy el viejo patriarca desempeña un papel importante al ser considerado como elemento utilitario de la familia; sustituye a la niñera con todas las ventajas, puesto que vive de su pensión, es dueño de su tiempo y de su paciencia, y se ve prolongado en los nietos. Con la mejor voluntad, el abuelo ha resuelto a los jóvenes matrimonios el problema del «estorbico», la incompatibilidad entre el cuidado del niño y el deber laboral; aunque no todos lo entiendan, la mujer suele plantearse con carácter perentorio el dilema entre maternidad y trabajo fuera del hogar. De «estorbico» calificaba cariñosamente la tía Germana a cada niño que le nacía; su marido le había prometido llevarla a la feria de Salamanca, pero el «estorbico» de cada año hizo que el viaje se fuera retrasando hasta que se le quitaron las ganas de la feria. Lo que para la tal Germana representaba un tierno «estorbico» significa hoy un obstáculo para la vida de sociedad de muchas jóvenes parejas, los abuelos ayudan a superarlo pero no todas las horas son buenas para entretener a los niños en el parque.

A pesar de los servicios prestados, llega un momento en que el abuelo sin nietos que cuidar deja de ser el elemento familiar utilitario y corre el peligro de ser marginado. El romano pontífice previene contra la tentación deshumanizadora de dar de lado a los abuelos, aunque éste parezca ser el signo actual de gran parte de los ancianos en general, ya sean abuelos o no. No aduce Benedicto XVI motivaciones religiosas -aunque, lógicamente, podría hacerlo- sino razones psicológicas basadas, sin duda, en su excelente conocimiento de la condición humana; considera que los ancianos son agredidos por la llamada «cultura de la muerte» y previene contra la obcecación enfermiza por la eutanasia que, en definitiva, es muerte. Aborto y eutanasia son dos temas que preocupan a la Iglesia, que se ha proclamado defensora indeclinable de la vida desde el momento de la concepción hasta su término natural; con la misma fuerza propugna el derecho a vivir que asiste al nascituro y al presunto moribundo. Sin embargo, es evidente que no todos comparten esta opinión: el Emérito tan radical en sus juicios, recuerda a propósito, el aserto famoso del condenado Chesman, «La ley me quiere muerto». Pero no son casos pariguales: Chesman era un delincuente probado.

De todas las cuestiones que esperan ser debatidas en la legislatura que comienza revisten indudable importancia el aborto y la eutanasia. No sólo interesa a los obispos; cada día son más los pensadores y los científicos que muestran preocupación y aportan ideas nuevas algunas, bien distintas de las defendidas por la progresía militante. Conviene tener presente que las previsiones legales que en el próximo futuro se decidan en el Parlamento tendrán efectos irreversibles para numerosos individuos; ninguno de ellos resucitará ni aun amparándose en la peregrina firma que se imaginó la intempestiva defensora de la eutanasia. Es dicho corriente que todo tiene arreglo, menos la muerte. Pues, mírese como se mire, de eso se trata. Para más de un obispo «alea jacta est», el caso al menos aparentemente, está decidido en su contra.