La imagen del pastor atento, vigilante, caminando delante de las ovejas, impidiendo todo ataque al rebaño, es una de las representaciones más antiguas de Jesús que figuran en las catacumbas romanas y en los sarcófagos. La escena del joven pastor, que lleva sobre los hombros la oveja herida, es símbolo de ternura del Nazareno.

Jesús conoce lo que dice y los que le escuchan saben de qué habla: de la dificultad del pastoreo, del frío y del calor del campo abierto, del acecho de quienes hacen daño, de la astucia de las alimañas, de la sagacidad de los ladrones y salteadores, que no entran por la puerta del redil. Los pueblos mediterráneos son pueblos de pastores y, posiblemente, Jesús adolescente formó parte del grupo de cuidadores de rebaños de su aldea de Nazaret.

«El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas es un ladrón y salteador. El que entra por la puerta, ése es el pastor, que cuida las ovejas. Yo soy la puerta, ése es el pastor, que cuida las ovejas. Yo soy la puerta. El pastor va delante de las ovejas, éstas reconocen su voz y Él las llama por su nombre».

El profeta Ezequiel, en el capítulo 34 de su libro, reprende a los falsos profetas de Israel que no supieron pastorear a su pueblo: «Ay de los pastores de Israel, que no supieron pastorear a su pueblo, ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos... vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües: no habéis apacentado el rebaño, no habéis fortalecido las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma, ni curado a la que estaba herida».

Jesús realiza en su vida la función del buen pastor que cuida, protege, acompaña y vigila el rebaño. Con su muerte, Jesús nos manifiesta la prueba definitiva de su amor, entregando su vida por las ovejas: «Vine a servir, no a ser servido».

La Iglesia no es un rebaño ciego de ovejas mudas y gregarias, sino una comunidad de fe, de vida y de acción, una comunidad de personas creyentes, responsables y libres. Afortunadamente, atrás quedaron los tiempos del Concilio Vaticano I y de la Constitución «Vehementer Nos», de Pío X, 1906, en los que se destacan la diferencia de clérigos y laicos y la desigualdad de los que tienen el poder de santificar, enseñar y gobernar, y surgieron nuevos horizontes del Concilio Vaticano II, en el que, por encima de las diferencias de los ministerios, se destaca la común dignidad de los miembros del pueblo de Dios.

Todos participamos en la responsabilidad de anunciar a Jesús resucitado, que vive para siempre y quiere que todos, sin excepción, participemos de su victoria y de su triunfo.

José Luis Martínez, sacerdote jubilado.