El Gobierno Zapatero II quedará asociado a una imagen: una mujer embarazada pone firme al Ejército, tras ser nombrada ministra de Defensa. Como golpe de efecto, el éxito fue notable: en días posteriores, la prensa no dejaba de hablar del récord zapateril de más mujeres que hombres. Pero la estética no debe esconder el fondo: ser ministro (o ministra) en España no es lo que era.

Hasta hace poco, llegar a ministro era la máxima aspiración para alguien con ambiciones políticas. Pero el poder real de cualquier ministro es menor ahora que hace 20 (o 100) años. Primero, porque nuestra evolución democrática hace que el poder sea muy presidencial, acaparado por el líder de turno (llámese Felipe, Aznar o Zapatero). A lo sumo, un núcleo duro aspira a influir: ahora, los dos vicepresidentes; el ministro del Interior y, si miramos un poco, quizá el de Trabajo (por sus responsabilidades en Inmigración) y el de Industria (por tener una tarea a largo plazo: sentar las bases para cambiar el modelo económico).

Los demás ministerios tiene una importancia relativa, por otro factor clave: la transferencia de poder a las 17 autonomías durante los últimos 25 años. Es el caso de carteras como Educación, Sanidad, Cultura y Vivienda, con la mayoría de competencias traspasadas a las comunidades. ¿Alguien cree que para Francisco Camps, Marcelino Iglesias o Esperanza Aguirre sería un «ascenso» que los nombraran ministros de esas materias, o tienen más poder desde sus baronías territoriales?

Y eso, por no citar ministerios-ocurrencia, como el de Igualdad. Así que ya pueden hablar de «fin del machismo» en España, porque, de las nueve mujeres del Gobierno, sólo mandará una; el resto serán, como bastantes hombres, secretarias de Estado de facto.