Cuando el pasado lunes leí que el entrenador del Sporting, Manolo Preciado, había dicho: «Esto es como la vaca que da doscientos litros de leche y luego le da una patada al caldero y lo tira todo», recordé lo que llevo diciendo hace tiempo; que entrenar a un equipo de fútbol es muy difícil y muy complicado. No se trata, como piensan algunos, de mandar carrera continua, repartir unos petos y organizar rondos entre titulares y suplentes, hay que tener cualidades casi divinas. Hay ser uno y trino, como decía el padre Ripalda en su catecismo. Hay que saber dirigir al equipo antes, durante y después del partido, que es cuando toca sentarse detrás de una mesa y contestar a las preguntas de unos periodistas que plantean las ruedas de prensa como un análisis filosófico; como un resumen que distinga lo esencial de lo secundario y que, prescindiendo de la retórica y el adorno literario, nos oriente sobre lo que hemos visto y sobre el significado y las consecuencias del resultado.

En todo eso Manolo Preciado en un fenómeno. La frase de la vaca es perfecta. Es concisa, descriptiva y muy apropiada aunque, si hubiera que ponerle reparos, quizá resulte más comprensible para un ganadero de La Pola que para los finos y jóvenes forofos que toman café y copa en el Molino Viejo, pero eso no oscurece su valor ni supone que no merezca ser enmarcada y colgada en un lugar bien visible para escarmiento de jugadores y directivos presuntuosos. El caso es que para ser de verdad honesto tengo que confesar que un servidor, y alguno más de mi círculo futbolero, teníamos a Manolo Preciado por un hombre tosco y parco en el verbo. Recordábamos que cuando jugaba solía hacerlo con tres pelotas; dos de carne y una de cuero. Estábamos convencidos de que todo lo basaba en la fuerza y en su poderío físico, pasando por alto que la persona es indivisible y que, por tanto, las piernas, los pulmones y los codos son, como el cerebro, partes de un mismo cuerpo.

Así que proclamada a los cuatro vientos mi admiración por Manolo Preciado sólo me queda aclarar que no pretendo sacarlo de Mareo y colocarlo en el Olimpo. Preciado está bien donde está, no veo otro sitio donde pudiera estar mejor. No le pega el vocabulario empalagoso de Valdano, ni el científico de esos entrenadores pitagóricos que siempre andan a vueltas con sus combinaciones de números y con el orden geométrico. Tampoco veo que le vaya el estilo «fútbol es fútbol», entre otras cosas porque, salvando las distancias, vendría a ser como recurrir al principio de identidad aristotélico; aquello de que uno no puede hablar de que algo es y no es al mismo tiempo y respecto al mismo tema.

Por eso digo que Manolo Preciado está bien donde está, porque disfruta pisando verde dentro y fuera del campo. Entrenando y poniendo ejemplos de buenas vacas lecheras que dan alguna que otra patada y, a veces, con tan mala suerte que meten la pata y tiran toda la leche.

Me gusta su estilo y su forma de explicar los partidos. Y si me piden que lo compare con algún otro entrenador de fútbol no se me ocurre otro que aquel entrenador inglés que cuando su masajista le comunicó que un delantero, que acababa de chocar con un rival, no recordaba quien era, respondió: Muy bien ¡Pues dígale que es Pelé y que vuelva al campo rápidamente!

Así me gusta, frases prácticas y rotundas que, como la de la vaca, valgan tres puntos. Otro en su lugar quizá se hubiera referido también a la leche pero recurriendo al consabido cuento de la lechera. Es decir echando cuentas y haciendo que le cuadraran para subir en junio a primera. Manolo no, Manolo se ve que prefiere consumar el ordeño antes que especular con lo que aún está en la ubre y a expensas de que pueda malograrse por cualquier metedura de pata. Por eso dije, y repito que Manolo Preciado, además de ser la leche, es una persona sensata.