Las noticias alarmantes se acumulan, parece que nunca vienen solas sino en bandadas, como ocurre con los movimientos migratorios de las aves respetables. Ayer fue la advertencia a las mujeres de que los hombres altos somos muy celosos y pendencieros o que la Iglesia anuncia más pecados y más mandamientos, como si no fueran suficientes los tradicionales que ya son de mucha ansiedad, es decir que se abre el periódico y el sobresalto está asegurado. Como sigamos así, cualquier día nos asustan diciéndonos que, en la Universidad, los estudiantes, en lugar de montar un botellón, han organizado un debate sobre las letras y la epistemología.

Ahora bien, el colmo de la mala noticia es la decisión adoptada por las compañías aéreas europeas de permitir el uso del móvil en los aviones. ¿Será esto posible?, ¿por un simple acuerdo del consejo de administración de una mercantil?, ¿se es consciente de que se profana así el único espacio del planeta libre del sonido de los móviles? Pero ¿dónde nos esconderemos a partir de ahora las gentes temerosas de Dios que profesamos un odio metódico y apretado a esos abominables aparatitos?

Debo confesar que llevo años viajando en avión, sin tener lugar alguno al que acudir, sólo por el placer de vivir un rato libre de los móviles, pues se comprenderá que un profesor de provincias tiene poco que hacer por esos mundos, pero yo me cogía mi avión disciplinadamente una vez, dos, a la semana, para disfrutar un rato de la lectura sin las interrupciones del móvil, ese retorcido utensilio que aumenta su sonido con una crueldad creciente hasta que su dueño lo atiende. Me cuesta mucho dinero, es verdad, pero la reflexión tranquila y la lectura bien merecen el dispendio. Así he conseguido escribir algunos libros, y hasta estas soserías deben buena parte de lo que en ellas haya de inspiración a ese ambiente no contaminado de móviles.

Hubo un tiempo en que, espantado por el (des)concierto de los móviles que aturden por doquier, ubicuos ellos, pensé refugiarme en una sala de conciertos o en la representación de una ópera, convencido de que era imposible que pudieran oírse las notas roncas de un bolero cuando sonaba una flauta en una sinfonía de Haydn o el aria de la Reina de la Noche. ¡Ingenuo de mí! Por supuesto que tales maravillas podían ser interrumpidas por el móvil de ese simpático vecino de localidad que, además, aportaba de su cosecha el runrún producido por la búsqueda en el bolso del aparatito diabólico, burlón él, agazapado entre el dinero, el deneí y las fotos de los nietecitos. Viajé a muchas ciudades españolas, a los festivales, a las galas, a los recitales, siempre tras el silencio de los móviles. Inútil empeño.

Quedaban los aviones. Era demasiado bonito y ya sabemos que lo bueno es efímero, al igual que lágrima de virgen. Las empresas de telecomunicaciones estaban desoladas, en un grito de desesperación resonante como berrea de ciervo, pues que había un ratito en la vida de sus clientes en el que resultaba imposible hacer caja. ¿Cómo se podía aguantar este atropello a la cuenta de resultados? Se hacía necesario estudiar el asunto y dar con la solución técnica para evitar la desconexión con el móvil. Como hubo en la física el horror al vacío (horror vacui), ahora existe el horror a la soledad que el móvil llena.

¡Qué pena ver convertido el avión, con su altanería celestial, su coraza encendida en brillos por la intimidad con las estrellas, en un autobús de línea o en el Ave a Sevilla!