Es sorprendente la persistencia en algunos errores que, por ignorancia, se han repetido esas mil veces que pedía Goebbels a fin de que una mentira se transformara en verdad de la buena. Para hacer boca, la flagrante incorrección gramatical que se produce al encadenar dos negaciones, que sólo pueden conducir a una afirmación. Por ejemplo: «El ministro de

Asuntos Exteriores comunica que no se producirá la liberación de los pescadores secuestrados, hasta que no se pague el rescate que exigen los terroristas». La redacción lógica

sería «hasta que se pague». «El jugador Pepof dice que no se marchará del club hasta que no se le abonen los atrasos». Lo normal y decente es que lo haga cuando se le paguen. No hay forma. Tan enquistada está la necedad, que la repiten personajes de toda calaña, incluidos periodistas, políticos e

incluso académicos.

Es como la también incorrecta pronunciación del vocablo francés «élite», cuyo acento, en aquel idioma, no es tónico. En el nuestro no debe existir. Un francés pronuncia elite, y

nosotros empeñados en hacer esdrújula una palabra que no lo es y que el diccionario de la Academia acepta como llana, con una cobarde concesión al gusto del vulgo.

Hoy me ocupa otra corrupción conceptual, o sea, otra estupidez o ignorancia. En cualquier boca, en cualquier página, escuchamos y leemos noticias sobre el «túnel de la risa», refiriéndose al enlace subterráneo que une las

estaciones madrileñas de Chamartín y Atocha, o sea, de los trenes que van al Norte y los que van al Sur. Está excavado bajo tierra, a lo largo del eje Castellana, Recoletos y Prado,

como saben quienes viven o visitan la capital.

Pues bien, nunca se llamó «túnel de la risa» y, como lo recuerdo yo, a mis años, debieran saberlo muchos más.

El apelativo auténtico quiso ser una burla del proyecto que creó y apadrinó Indalecio Prieto, cuando fue ministro de Obras Públicas o Fomento. Era una buena idea del político

socialista ovetense unir ambas estaciones ahorrando el desplazamiento por superficie a los viajeros que cruzaban España. Para ridiculizarlo, las derechas -que estaban en la

oposición- lo motejaron como «el tubo de la risa».

¿Por qué «el tubo»? Porque esa denominación correspondía a una exitosa atracción de las ferias de entonces. Un cilindro hueco de unos 2 metros de diámetro por 8 o 10 de largo,

bien almohadillado, giraba sobre su eje y los audaces que querían probar su habilidad acababan generalmente cayendo y rebotando entra aquellas redondas paredes. Podía transitarse,

y lo hacían, para estimular a los espectadores, los empleados, que con habilidad compensaban el movimiento en un sentido con la inclinación del cuerpo y el movimiento de los

pies en otro. Pero los «voluntarios», para regocijo de los espectadores, pensaban que era pan comido y acababan expelidos por la otra parte, tras unas cuantas leves magulladuras.

Siempre regocija ver a alguien pegarse un

trastazo.

El tubo, no el túnel. A ver si aprendemos,

sobre todo los correligionarios de don Inda.