El 2 de mayo de 1808 ha pasado a la historia de España como una fecha genuina -como el 12 de octubre de 1492 o el 6 de diciembre de 1978-, símbolo del levantamiento popular contra la ocupación francesa, del inicio de la guerra de la Independencia, la soberanía nacional, la abolición del feudalismo y la división de poderes, cuyo bicentenario se celebra este año envuelto en la polémica.

El emperador francés Napoleón Bonaparte consiguió del débil rey español Carlos IV el asentamiento en España de un fuerte Ejército galo para obligar a Portugal a secundar el bloqueo económico continental contra Gran Bretaña, y luego la abdicación en su hijo Fernando VII, que, a su vez, abdicará en Bayona en Napoleón, que nombrará a su hermano José I nuevo rey de España para imponer las reformas traídas de la Revolución Francesa de 1789 contra el Antiguo Régimen.

Si bien en las últimas décadas ha predominado el pensamiento único correcto -presuntamente progresista- de despreciar a los personajes y los hechos políticos, por el cáncer de la historiografía marxista que aún impregna parte de nuestros libros de texto, para centrarse en las contradicciones sociales y los aspectos económicos, lo cierto es que unos y otros deben ser considerados en su contexto y analizadas sus relaciones.

Curiosamente, esos enfoques que ven luchas de clases por todos lados y tienden a menospreciar las reformas económicas liberales, pasan de puntillas por uno de los aspectos centrales de aquellos años y con mayor repercusión en las estructuras económicas y sociales de nuestra historia: la abolición del feudalismo, de los privilegios y del vasallaje social, del señorío territorial económico, las fronteras medievales al comercio, y la desigualdad ante la ley fruto del nacimiento o la región.

En cambio, se ha ensalzado tópicamente la Constitución de 1812 como modelo de liberalismo, cuando en realidad sólo era protoliberal. Junto a los principios novedosos y revolucionarios -luego abolidos y restablecidos parcialmente durante el bochornoso reinado de Fernando VII- de la soberanía nacional, la Monarquía parlamentaria y la división de poderes, se mantenía la religión católica como única y perpetua de todos los españoles, y aún quedaban al margen de los derechos políticos las mujeres.

En las últimas décadas asistimos a un interesado y disgregador debate, alentado por los clanes políticos periféricos y consentido por gobiernos centrales oportunistas, sobre si España es una nación de naciones, una federación de autonomías asimétricas o una cosoberanía con Euskadi y Cataluña. Doscientos años después del levantamiento del pueblo español y más de treinta del restablecimiento de la democracia parlamentaria aún no tenemos cerrado y equitativo el modelo territorial de la España autonómica.

Llegados a estos análisis, una vez más hemos de concluir y recordar que los derechos y los deberes son de las personas en cada presente, y en igualdad de oportunidades y libertad de actuaciones ante la ley sin privilegios de nacimiento ni región; no de los siglos reinventados a conveniencia, ni de los territorios con mayor capacidad de presión, justificación de nacionalismos anacrónicos y excluyentes.

Paco G. Redondo es profesor de Geografía e Historia.