La raíz de muchos problemas está en la forma de llamarlos. A las abundantes aflicciones que jalonan la vida moderna -tan cómoda y fácil por otra parte- se suman los escollos desmesurados artificialmente entre ellos, lo digo con el mayor respeto, el de las lenguas vernáculas. A estas alturas ya debería haberse acostumbrado la Humanidad a que algunas de las dificultades que la envenenan son producto de su testarudez. El tema es resbaladizo y delicado, por lo que precisa andarse con tiento, pues quiero referirme, en estos leves comentarios, precisamente a un caballo de batalla, para muchos encabritado y en primera línea, como es el idioma, cuya utilidad, incluso después de la ceremonia de la confusión que fue aquella gigantesca broma de la Torre de Babel, parecería referirse a la fórmula de comunicación entre los seres vivos. Se nos dotó de una morfología apta para producir una gama muy vasta de sonidos, y diferenciarnos de las bestias, que han de contentarse con un repertorio de mugidos, ladridos o cacareos que a nosotros nos parecen muy semejantes y limitados.

De ahí la diversidad, inicialmente como castigo divino por la arrogancia blasfema de querer alcanzar el cielo, que desunió a los seres humanos; luego, la paciencia milenaria para llegar a entenderse, y la dilatada historia de las lenguas, primero vivas, activas, útiles que fueron decayendo hasta morir. Lenguas muertas son hoy el arameo, el babilonio -como se llamara en aquella gran ciudad el caldeo-; después el griego y el latín, circunscritos a nuestra proximidad. Lenguas muertas que conservan y transmiten la sabiduría que encerraron. Como la obra muerta de un barco, que es lo que hay, precisamente, sobre su línea de flotación. Todo viene de aquellos principios. En las construcciones de alguna importancia, los griegos llamaban «alkein» al que planeaba y coordinaba los trabajos, el arquitecto. La palabra «déficit» -que vuelve a ponerse de moda amenazadoramente- fue lo que los contables latinos escribían junto al artículo o el guarismo que faltaba. Del primitivo vascuence han pasado más vocablos de los que imaginamos y, sintiéndolo mucho, en el cómputo actual, es otra lengua muerta que se expresa en las pancartas y en las retransmisiones deportivas. Y así con el gallego, recostado sobre el vigoroso portugués.

Nos atañe, hasta en la denominación. Los actores de las compañías teatrales griegas -donde resolvían los personajes con máscaras, simplificación muy barata para los empresarios- llamaban a las caretas «prosopon», de ahí personas, que quiere decir , literalmente, «lo que tiene ojos», para luego llegar a personaje, ser, individuo.

Excúsenme estas digresiones de enciclopedia, pues mis lejanas nociones helenísticas no pasan del bachillerato antiguo y de los cursos especiales de Filosofía y Letras, pero cualquier puede informarse sin el paraguas de la titulación. Bienvenido y bendito el bable, como raíz entrañable de los habitantes de esta tierra, pero quizá fuera mejor demostrarle el respeto y la fiel memoria que guardamos hacia las cosas que fueron y merecen no ser olvidadas, y sí conservadas por expertos y hondos conocedores. Es una opinión, espero que tan digna de tenerse en cuenta como cualesquiera otras. ¡Digo!