Ayer se cumplieron treinta años del asesinato de Aldo Moro, el crimen político de más calado en dos generaciones y, lo que son las cosas, apenas se han visto citas y recuerdos: quizás el mundo ha cambiado tanto que aquel golpe no tenga ya ni un rastro de significación, quizá los asesinos finalmente lograron lo que buscaban y no caben secuelas; quizás estamos en las mismas y mejor no decir ni pío.

Moro, democristiano, era uno de los políticos italianos más destacados y patrocinador de un acuerdo de Gobierno -el compromiso histórico- con los comunistas cuando la «guerra fría» ardía.

Fue secuestrado y casi dos meses después asesinado por las Brigadas Rojas. De eso no hay duda. Pero ¿qué eran las Brigadas Rojas y a quién o qué respondían?

Tres hipótesis:

1) Un grupo terrorista de izquierdas y punto.

2) Un grupo manejado por la CIA para boicotear la línea comunista democrática, la del PCI, siempre a punto de acceso al Gobierno mediante elecciones.

3) Una marioneta del KGB que, por encima de todo, quería mantener el equilibrio de Yalta y por eso se oponía a avances comunistas en Italia -encima de un partido heterodoxo-, que podían desatascar la recíproca y alentar el progreso de grupos democráticos tras el «telón de acero».

El caso es que Moro fue asesinado ante la pasividad de las autoridades -y aun peor, con sospechas a mil bandas- y que en los siguientes años se sucedieron los escándalos del Banco Ambrosiano, la P2, el atentado contra Juan Pablo II -hay quien apunta también la repentina muerte de su predecesor-, la explosión de la tercera generación de la mafia moderna y mil enigmas más tan bien abordados en el «Padrino III».

A mi juicio, Moro fue asesinado por el KGB.

Por eso, hay que repasar la agudísima película «Torrente III», donde se cuenta y avanza lo que está ocurriendo aquí y ahora: España es una de las fronteras más calientes de la II «Guerra fría» en curso.