Los pocos periodistas que han podido colarse en el infierno birmano cuentan cómo la gente lo ha perdido todo y se muere de hambre después del ciclón «Nargis», la última expresión de furia de la naturaleza en uno de los lugares del mundo con condiciones de vida más miserables.

La tragedia en el sur de Birmania, donde miles de personas ya han muerto y cientos de miles se encuentran sin alojamiento y agua potable, ha vuelto a recordarnos que la ayuda hacia los más desfavorecidos nos concierne a todos como un deber de solidaridad, de justicia social y de caridad universal. Sin embargo, esto que desde lejos no siempre se percibe como debiera se siente todavía menos en la propia Birmania o Myanmar por parte de la Junta Militar, que tiene secuestrada la voluntad popular desde 1962. Así, los militares comunistas, brutales en la represión de cualquier tipo de disidencia, se dedican en estos momentos a quedarse con la ayuda exterior enviada por Naciones Unidas para socorrer a los damnificados, mientras movilizan a la población para que vote en un referéndum constitucional que se han inventado para restablecer supuestamente la democracia ante las protestas mundiales. Todo es, sin embargo, una trampa que no ofrece garantías de legalidad, como ha denunciado la oposición.

A estos militares que le requisan las galletas energéticas al pueblo que sufre la mayor devastación de su historia junto a la propia dictadura padecida durante décadas, les tienen reservado, desde luego, un lugar de privilegio en la historia universal de la infamia. Los birmanos son víctimas de la muerte y la tiranía de quienes siquiera les permiten tener acceso a los alimentos básicos en medio de la tragedia, pero yo no veo aquí, sin embargo, grandes o pequeñas declaraciones, protestas o pancartas de los que no dudan en salir a la calle para denunciar otras situaciones. ¿Dónde está Llamazares para hablar del comunismo birmano? ¿O sólo hay tragedia en Irak?