Al mismo tiempo que a los gigantes les cortan las piernas, crecen los enanos. Eso es lo que está ocurriendo con el PP de Rajoy, un partido que ha estafado a más de diez millones de votantes, o al menos una buena parte de ellos, que creyeron en sus palabras y ahora ven cómo se desmorona el proyecto de defensa de España, tal como la hemos conocido. Sin hablar ya de la renuncia a ejercer el papel de la oposición, de tal manera que hay quien no se ha enterado siquiera por el Partido Popular de quién gobierna en el municipio donde el «sheriff» de Coslada extorsionaba a las putas.

Rajoy, a golpe de cinismo, está destruyendo un caudal de credibilidad enorme depositado en las urnas el pasado 9 de marzo, mientras insiste en que le están saliendo las cosas muy bien y que va a ganar las próximas elecciones. Lo del presidente del PP está siendo el descojone en este inicio de la legislatura, pero acabará en un drama, por muy mal que le salgan las cosas al Gobierno en materia económica. Seguramente y si no cambia de dirección, Rajoy va a atesorar más desprecio que ningún otro político en la historia reciente de este país, por la traición que representa para sus electores y la insistencia en mantenerse a toda costa deambulando por el ring como los boxeadores sonados.

La última, por el momento, ha sido la renuncia de María San Gil -una de las pocas figuras políticas donde los ciudadanos pueden mirarse sin sentir vergüenza de sus representantes- a apoyar la nueva estrategia de acercamiento a los nacionalistas que propone el gallego errante y que consiste en la pérdida de identidad nacional que defendían hasta el 9 de marzo los populares y con la que pidieron el voto en las elecciones. A San Gil, que ha visto cómo caían Miguel Ángel Blanco y otros compañeros en la lucha contra el terrorismo, no le cabe ahora en su dignidad la deserción de los principios y de la libertad.