Llueve con derroche y eso es noticia. Me hacen llegar por correo electrónico un haiku de Ryookan que no va con los tiempos (tampoco con el tiempo). Dice así: «Para hacer fuego/ me está trayendo el viento/ las hojas secas». Uno a veces queda perplejo ante la belleza de cosas que parecen sencillas; ésta sirve para reflexionar en torno al valor y al precio. Porque ¿existirá algo más liviano, efímero y fútil que las palabras?, sin embargo pocos considerarán que no son valiosas (algunos pensamos que también son poderosas). Tengo la mente ocupada en esto mientras voy al trabajo en autobús, es una magnífica atalaya para otear el mundo, plagado de seres singulares. Una joven escuálida camina rauda hasta los últimos asientos. Aprovecha la más mínima oportunidad para hablar con quien sea, sobre lo que sea. Es un verbo atolondrado y disperso, que sólo busca existir. La droga la persigue, o justo lo contrario, lo que es seguro es que se han encontrado muchas veces. Tiene las cicatrices. Dos jóvenes primerizos se abrazan con ostentación. Una anciana las mira con estupor. Ambos tres aún tienen sentimientos (unos generados por la hormona desbocada, otros por los prejuicios sedimentados), los demás, que somos masa media tolerante, ni eso, simplemente nos importa un bledo. Hoy no asocio ninguna música a lo que veo, o ¿quizá la realidad tenga una música asociada resultante de ruidos y palabras perdidas?, es esa radiación de fondo, amorfa . Y es que hay veces que la vida se detiene, aunque cabalgue rauda. La joven concierta una cita, mediante el móvil, hablando a gritos. El jovenzuelo ya ha hecho desaparecer a la chica entre sus ropas. Es una ostentación de instintos sin freno. El haiku de Ryookan nos aseguraba que el que nada necesita lo tiene todo, o se lo trae el viento en forma de regalo.

Bajo del autobús. Por la calle circula un inválido que conduce con soltura una silla de ruedas. Su cabeza notablemente inclinada a la izquierda, deja espacio nítido para un tatuaje en su cuello: es la imagen de un escorpión de color azul. No comprendo el juego de símbolos. La escena me resulta extraña, casi esotérica.

Hace unas semanas, la radio parloteaba sobre trasvases, que buscan otro nombre, sobre territorios que no quieren dar agua a otros. Eran tiempos de sequía, de necesidad. Recuerdo el sonido de la voz de Anabel Santiago retumbando en el teatro. Es potente y rotunda, por momentos decidida, pero tiene terciopelo. Es la fórmula apropiada al tiempo que vivimos: rectitud amable. Lo que fue, revive diáfano cuando canta la de Campu Caso. Buscamos la belleza en las personas, en las palabras (que no son otra cosa que sonidos, música al fin) y nos pegamos por el agua. Pero ambas cosas con ansia. Es extraña nuestra especie.

Una amiga que me quiere y desea endulzarme el día, me regala un «emilio». Es otro poema breve: «El hombre que sabe/ el nombre de las estrellas/ toma el fresco en el portal». A veces el ruido ambiental se disfraza de coherencia, aparenta discurso. La gente habla y habla, para no decir nada. El parloteo hace que, como las hojas secas, lo valioso se vuelva a veces indiferente.