De Francisco Brines podemos decir que nació en Oliva, Valencia, en 1932, y que hoy reside en ese mismo pueblo, entre naranjos y recuerdos de la infancia; que estudió la carrera de Derecho en las universidades de Deusto, Valencia y Salamanca, donde se licenció, y la de Filosofía y Letras en Madrid; que es uno de los grandes poetas vivos en lengua española; que, junto con Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Ángel González o Jaime Gil de Biedma, entre otros, se le suele adscribir a la Generación del 50, y que él mismo está completamente de acuerdo con tal adscripción, pese a que los poetas hayan de tener, por fuerza, sus iniciativas y sus itinerarios personales frente a aquellos que pudieran serles caros como grupo, cosa que, como es lógico, también sucedió con las generaciones del 98 o del 27, sin ir más lejos. Que fue, asimismo, lector y profesor de Español en las universidades de Cambridge y de Oxford; que es miembro de la Real Academia Española, tal vez porque la labor docente sea, junto con la poética, cuestión de gran peso para formar parte de la institución que limpia, fija y da esplendor. Que le han concedido, en fin, el premio «Adonáis» (1959, por «Las brasas»), el Nacional de la Crítica (1966), el Nacional de Literatura (1987, por «El otoño de las rosas»), el «Fastenrath» (1998), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1999) o el premio de poesía «Federico García Lorca» (2007). Y que es autor de una buena cantidad de libros, de poesía, sí, pero también sobre poetas (Gil-Albert, José Hierro, Carlos Bousoño, Lorca, Salinas, Gerardo Diego...), sobre arte, e incluso sobre fútbol y toros. Pero decir esto, aunque forzoso por informativo, tampoco es decir gran cosa, porque en una época como la actual, que es la de la información a raudales, el lector interesado puede encontrar estos datos, y muchos otros, simplemente con teclear las palabras «Francisco Brines» e introducirlas en cualquier buscador de internet.

Pero es cierto que al hablar de poesía española contemporánea resulta obligado el recurso a Francisco Brines, ya que él representa a la perfección aquello a lo que Jaime Siles se refirió, en la «Nueva Revista de Política, Cultura y Arte», como «coherencia». En efecto, la profundidad poética ha de ser tenida en cuenta por coherente cuando se trata de analizar la obra de un poeta que lo es al estilo más clásico del término, y cuya poesía ha sido, no en vano, calificada en algún momento de «estoica»; y más cuando el poeta parece que siente el lenguaje como un organismo vivo -y, en cuanto al uso que se le da, casi como una responsabilidad con respecto al lector- y también como vehículo propicio para trasladar al mundo los grandes temas de la poesía sin edad, esos que perduran desde la Antigüedad y que continúan siendo moda porque son, ante todo, parte de la naturaleza humana. Decir de Brines que bebe en los clásicos del Siglo de Oro puede ser lugar común, pero esos claroscuros y ese uso que a veces hace de las sombras, más o menos difusas, podrían, bajo ciertas circunstancias, remontarnos al Barroco. Al fin y al cabo, en palabras del «Eclesiastés», nada hay nuevo bajo el sol, precisamente porque, cuando se ahonda en sentimientos, en verdades y en la manifestación más pura que de ellos pueda darse, nos topamos inevitablemente con lo que, en realidad, siempre formó parte de nosotros mismos.

Pero permitamos que sea el poeta quien hable:

«La verdad de mi amor ahora la sé: / vencía su presencia la imperfección del hombre, / pues es atroz pensar / que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas». Uno de los grandes temas -junto con el del paso del tiempo, junto con el de la extinción-, es en Brines también el del amor-desamor (¿falta de correspondencia entre cuerpos y almas?) ¿Qué punto, qué inflexión, en estos versos del poema «Causa del amor», nos recuerda tal vez a otro gran poeta, de cuya efectiva difusión entre nosotros es precisamente uno de los artífices Francisco Brines, conjuntamente con otros compañeros de la Generación del 50?, ¿qué tono, posiblemente distante, pero quizá no tanto, hace que nos retrotraigamos a Luis Cernuda y a sus fantasmas del deseo, a su vivir sin estar viviendo?

«Hoy parece un engaño que fuésemos felices / al modo inmerecido de los dioses. / ¡Qué extraña y breve fue la juventud!». Son éstos los versos finales del poema «Los veranos», en el que aquellos jóvenes efímeros («ingratos con el sueño», «éramos sólo tiempo») son los actantes del «ubi sunt» como forma de reclamar el pasado que ya no existe, o que existe sólo, precisamente, en el transcurrir de los años, porque es el hoy el que justifica y hace que permanezca lo que, de algún modo, se añora. No en vano, la juventud perdida, el paso del tiempo, ese «dónde están» -que es tópico literario medieval- prefigura necesariamente a la muerte, porque es el camino que desemboca en ese forzoso final del periplo humano por el mundo, y adquiere su pátina poética necesariamente a costa de ese acabarnos por estar presos de la biología y de los años. No es por casualidad, seguramente, que Luis Cernuda, en su libro «Ocnos», dejara dicho lo siguiente: «Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza».

Son éstos que he dado, por cierto, breves e injustos botones de muestra de un corpus poético amplio, coherente y unitario (volvemos aquí a la opinión de Jaime Siles), pero en ellos hallamos, no obstante, ciertos puntos interesantes de la poesía de Brines, al menos en forma de justificado señuelo para que el lector no avezado pueda interesarse por ella.

Si tal interés ya se hubiera manifestado previamente, o si, ingenuo de mí, he conseguido con estas letras motivar efectivamente al desocupado lector que gusta de los espacios cerrados, los viernes a la tarde, para orar a los dioses de la poesía, sépase que hoy mismo, a las ocho, Cauce del Nalón se honrará en presentar, de la mano de Ricardo Labra y en la Casa de Cultura de La Felguera, al poeta del que hasta aquí he dado noticia.

Francisco J. Lauriño es secretario de Cauce del Nalón.