Un partido político, para ser considerado como tal, debe definirse como una agrupación que se esfuerza por ganar elecciones y gestionar el poder, o la oposición más relevante, si fracasa.

No parece que esta descripción encaje, en estos momentos, con el PP inmerso en la ceremonia de la inmolación, en una lucha desgarradora donde cada vez resulta más difícil distinguir entre aquellos a los que se les calificaba como depositarios y animadores de un ideario, con mayor o menor entusiasmo votado por diez millones de españoles, y los «burócratas de la política», el alma gris del PP, como acertadamente los califica Cristina Losada, fina columnista.

Estos «burócratas de la política» son personajes que nada arriesgan, que están por contrato, que se dicen expertos en análisis sociológicos y en campañas electorales, mediadores en influencias y con formidables enlaces en áreas fácticas y de comunicación.

Con la concurrencia de tal dicotomía, Fraga, Gallardón, Aguirre, Mayor Oreja, María San Gil, Arístegui, González Pons, Zaplana, Acebes, Soraya, Lasalle, Arriola, incluidos Rajoy y Aznar (Rato no responde, ni se le espera), figuran en un magma político donde prevalece el mutuo acoso y derribo con excusas ideológicas y sólo excusas.

Todo partido político vive de su mística, de su ideología, y muere de su política. En la forma de administrar esos términos está el secreto de la pervivencia. Las diferencias entre el PSOE y el PP, a este respecto, son manifiestas.

El partido en el Gobierno se ha convertido, después de aquella crisis de los noventa, en una maquinaria del poder, a base de propagar unas ideas difusas y etéreas que incluyen «progreso», «igualdad», «laicismo», «pacifismo», etcétera, que se arrojan a la cara con cualquier motivo a los que no están en sus filas. Frente a ello, un PP acomplejado, que no sabe explicar si es conservador, centro-derecha, centro-izquierda, demócrata cristiano, liberal y de todos los santos.

Tienen motivos sobrados de indignación los millones de votantes que dieron su confianza al PP y que se preguntan ¿de qué iba entonces? La confusión de la confusión aumenta cada hora conforme los barones, ideólogos, asesores, acompañantes, etcétera, se manifiestan contradictoriamente a la espera de un desenlace que no puede prolongarse.

A la hora de impartir responsabilidades, habría que nominar no sólo a Mariano Rajoy por su falta de liderazgo, sino también a quienes mudan alegremente de convicciones y muy duramente a quienes, desde altavoces mediáticos de distinto signo, tratan de imponer sus fórmulas salvadoras. El espectáculo de P. J. Ramírez y Jiménez Losantos, junto a «El País» y La SER, sobrepasan los niveles de manipulación generalmente aceptados.