Viene de la página anterior

Asturias, una región entonces tan insignificante que nadie en las cancillerías europeas acertaba a ubicar, fue la primera en plantar cara a la nación más poderosa de la tierra, la Francia de Napoleón, que se había adueñado de España. Un día igual que hoy de hace 200 años, el 25 de mayo de 1808, unos valientes asturianos ocuparon, de manera incruenta, el edificio del regente de la Audiencia, desarmaron a la guardia, constituyeron la Junta Suprema y declararon la guerra al emperador. La Junta Suprema era un órgano revolucionario por el que Asturias no reconocía al poder francés, se rebela contra las autoridades sumisas al invasor e inicia la lucha para salvar la nación española. Fue una reacción más simbólica que efectiva por la desproporción abismal de las fuerzas, pero que se extendió por todo el país. Como el que resiste gana, seis años después de aquel digno gesto de patriotismo, Napoleón abandonaba España. En horas bajas, lamentaría: «Esta maldita guerra acabó con mi prestigio». Y Asturias estuvo en la vanguardia de aquellos acontecimientos.

LA NUEVA ESPAÑA entrega a partir de hoy, los domingos, un coleccionable sobre «La guerra de la Independencia» que pone de relieve con amplísima documentación la grandeza del levantamiento. Es una obra exclusiva y exhaustiva, que reúne materiales hasta ahora muy dispersos y que aporta nuevos datos fruto de investigaciones propias. Como todas las colecciones de la biblioteca básica sobre Asturias que este periódico ha ido ofreciendo a sus lectores, el trabajo está inspirado en el respeto a la verdad, el rigor, la objetividad y la vocación de hacer partícipes a los asturianos de todo el conocimiento sobre su tierra.

Ningún asturiano deja de emocionarse al revivir aquellos hechos. Suponen el afianzamiento de España como nación (hasta entonces era una suma de reinos, y así figuraba expresamente en el propio título del monarca, que no era rey de España sino de cada uno de sus territorios) y el nacimiento de un Estado moderno (que reconoció las libertades individuales básicas, plasmadas con posterioridad en la Constitución de Cádiz). Con sus idas y venidas, España dio con la revuelta el adiós definitivo al antiguo régimen.

En aquellos momentos decisivos, Asturias tomó la iniciativa y desplegó con arrojo una ingente actividad para salvar la nación. Hasta llegó a enviar emisarios a Inglaterra, el gran enemigo entonces de España, que ni siquiera hablaban inglés, con el propósito de sumar a los británicos a la causa y a riesgo de que les tomaran por locos o les hicieran prisioneros.

Pocos momentos más vibrantes hay en el pasado reciente de la región como la tarde en la que, con el pueblo esperando en el claustro y la corrada del Obispo, se reunió en la sala capitular de la catedral de Oviedo la Junta General del Principado para debatir sobre lo que estaba pasando. El gesto adquiere mayor valor si se tiene en cuenta que la presencia gala aquí era mínima, la opresión no excesiva y los líderes del alzamiento actuaban de oído, movidos por las confusas noticias que les llegaban de otras zonas del país.

El marqués de Santa Cruz, hombre acaudalado, de 70 años, enardeció a la Cámara con una arenga de una gallardía tan extraordinaria que aún hoy resulta conmovedora. «Yo marcharé solo», dijo, «a encontrar sus legiones [las francesas] en el confín de Pajares con un fusil, cuya bayoneta clavaré en el primero que intente poner en él su planta. Me matarán y pasarán sobre mi cadáver, si no lo hiciesen pedazos; mas la posteridad sabrá que hubo un astur leal y bizarro que murió resistiendo solo en la invasión de este noble suelo».

Un diputado militar se le unió de inmediato: «No morirá solo, no: moriremos los dos peleando unidos en Pajares o en Arbas». Y el juez primero de Oviedo terció impresionado por el discurso: «Nuestra voz será la alarma. El león dormido despertará. Saldrá Europa de su letargo y conseguiremos ver derrocado al coloso», que era Napoleón.

Sus palabras se cumplieron. Los asturianos profesan a la vez un intenso amor a su tierra natal y a su nación, España, sin que la gran fuerza de ambos sentimientos los haga incompatibles o excluyentes. Esa misma noción está en el poso que removió a los compatriotas de hace 200 años para mantener en pie la esencia de un edificio común tan trabajosamente labrado desde Pelayo. Pero el papel de los pensadores de la región no se limitó a encender la llama de la revuelta. Jovellanos sería determinante luego en la convocatoria y preparación de las Cortes de Cádiz. Agustín Argüelles elaboraría partes fundamentales de la Constitución que salió de ellas. Otros asturianos, el conde de Toreno, De la Vega Infanzón, Vázquez Canga, Canga Argüelles, Flórez Estrada o Martínez Marina, tuvieron gran relevancia en el asentamiento de los pilares de la España liberal.

Si la gesta de Covadonga constituye un referente imborrable para los asturianos, los acontecimientos de 1808, un ayer reciente y que en realidad supusieron una nueva conquista, la del desarrollo político de España, permanecen casi en el olvido.

A recuperar el valor y el férreo convencimiento de aquellos asturianos que dieron lo mejor de sí mismos y que alumbraron la España moderna quiere contribuir esta nueva obra elaborada en exclusiva para los lectores de LA NUEVA ESPAÑA.