La distancia y la edad tienen mucho que ver. El Universo tiene el tamaño de nuestros ojos, el mismo radio de nuestra mirada. El mundo es gigante e inabarcable sólo cuando somos niños. Luego, en seguida, todo se nos hace pequeño y cansino; cuanto más avanzamos, más retrocedemos. No existen rumbos más largos que los cortos trayectos de la infancia. Ningún recorrido tan interminable como los breves itinerarios de los primeros viajes. Ninguna víspera más emocionante que la de aquellas escapadas de ida y vuelta desde Bañugues hasta Avilés.

Lunes por la mañana. Desde el sábado duermo con la ansiedad de que no llegue el lunes por la mañana. Mi madre me comentó hace unos días que no iría a la escuela porque me llevaría con ella. Va a recoger unas radiografías y a dejar unos zapatos en el zapatero, para que les ponga tapas y espais. Son las siete y media de la mañana; me lavo y me peina con raya al medio, después de mojarme la cabeza con colonia. Ella está con la ropa de los domingos y tacones. Se pintó un poco los labios y metió en el bolso de las bodas el libro de familia y un botón con un trozo de tela, porque también iremos a la mercería.

Desayuno un plátano con limón, porque ando con el estómago revuelto y unos sorbos de leche para poder tomar la pastilla del mareo. Son tantas las curvas que hay hasta Avilés? Esperamos donde el poste de la luz el coche de línea; mi madre recuenta y mueve de vez en cuando las monedas que sujeta en la mano. Me coloca los cuellos del abrigo y me pregunta si estoy nervioso. Nervioso no es nada? «Cuidado al subir, no te pille la puerta». Damos los buenos días, antes se daban siempre, y buscamos un asiento que no quede a la altura de la rueda, porque entonces nos mareamos más. «Y no mires mucho para los lados, eso es peor todavía». Ella habla con la que va detrás, pero tampoco se gira mucho porque se le revuelven las tripas. Comentan algo de un raspado y del mal tiempo.

El autobús huele a armario, un poco a alcanfor. El cobrador se acerca dando tumbos con la billetera, que abre y cierra como si fueran dos imanes -quien tuviera una para cuando jugamos a los cobradores-. «Toma, guárdalos tú y no los pierdas, por si monta el inspector». Saco la cartera nueva y meto los billetes. Me siento mayor. A cada rato paramos y entran hombres con la bolsa de los juegos olímpicos «Múnich-72», en la que, al parecer, llevan ropa limpia y el bocadillo. Lo malo es en Verdicio, donde paramos más de 10 minutos, pues mientras los viajeros meten en el maletero «paxas» con berzas y perejil y repollos, el conductor y el cobrador entran en el bar a tomar algo.

Van muchas mujeres con cajas agujereadas y «pitinos». A mi madre la saluda mucha gente y le preguntan cómo se encuentra. Yo me noto como fuera de la realidad. Todo me parece un sueño, y eso me pasa cada vez que trago la biodramina. No sé si la línea deja atrás las pilastras y las varas de hierba o son las pilastras y las varas las que nos adelantan a nosotros. El vocerío en el autobús crece y crece; y huele como la plaza, a todo junto. «A ver si podemos comer un pastel en la confitería». A mi madre la vuelven loca los churros y los milhojas. A mí los bocadillos de mortadela. Si puede, me compra la libreta de anillas como la de casi todos mis compañeros y un boli de cuatro colores.

La plaza, como siempre, está abarrotada. Lo más aburrido son los tenderetes de ropa. Revuelve que te revuelve, para no coger nada. Pisotones, empujones. Atontado como estoy de la Biodramina, el bullicio me traga. Creo que ya son las diez y sin embargo son las ocho y veinte, lo miro en el reloj que pongo sólo en las ocasiones especiales. En la plaza siempre vamos al baño, hay que echar el agua con un caldero, pero el tufillo a orín ya está como filtrado en las paredes.

Cuántas lámparas y alfombras y figuras en el despacho del médico. «No toques nada y espérame ahí sentado, que salgo yo enseguida'. En menos que canta un gallo me adormezco. Tal vez no he despertado todavía?