Al menos con la voz, escribo lo que siento y no lo que me dejan sentir. Con la palabra grito más allá de lo que me está permitido con la voz. Dilato los contornos de la realidad, amplío los perfiles de lo potencial. Pido deseos imposibles, destruyo leyes ilegales, amplío la cortedad de instantes que no debieran consumirse. Con la palabra duplico los sentidos, alcanzo más que con la vista, rozo lo inalcanzable o lo marchito, paladeo encuentros íntimos, escucho las intrigas de los difuntos, husmeo la antigüedad de los estremecimientos y las cifras.

Las palabras vienen a mí con significados ajenos, con paisajes extraordinarios y espacios dóciles, con grafías extrañísimas y mensajes secretos que no confío más que a la página en blanco. Todas las palabras poseen un interior desconocido, un más allá de la apariencia, como los seres humanos y las grutas y la hondura de los pantanos y los frutos de la tierra. Cada palabra contiene infinitas evocaciones, innumerables reminiscencias, parentescos insólitos y desheredados. Las palabras, como los ríos inaprensibles, jamás nos inundan de la misma manera, jamás transcurren en idéntica orilla.

Revientan en una ocasión y para siempre, pronuncian siempre por una sola vez, así con ese ímpetu, de esa única forma irreparable. Las palabras actúan al igual que las vainas de las legumbres, abren su cáscara, esparcen su grano y nos proporcionan deleite o amargura, nos provocan complacencia o náusea. Caben en una palabra sabores desvaídos, situaciones irreconciliables, afectivas fragancias descatalogadas, rostros en ruinas, animales que nos quisieron, sueños que nos rondaron y exquisitos venenos.

Hay palabras breves, pero cruciales, que duran estaciones, sinónimas de siglos, cordiales como un abrazo, cándidas como un soplo de apego y devoción. Palabras en las que entramos y percibimos el fresco de las mañanas originarias, avistamos los haces de una luz inocente por entre las rendijas de sus sílabas, percibimos la carcoma en los marcos de sus expectativas, de sus vencidas guarniciones, de su madera odorante. Palabras que nos dan en la cara como una telaraña poderosa y nos atrapan en sus ideas malditas y caducas.

Palabras que se asustan de sí mismas al oír la resonancia de su significante y huyen amedrentadas y no regresan más a la sintaxis ni a las fábulas. Hay palabras con el acabado de la belleza, como hechas por la mano de un artífice, que nos unen a la benevolencia y nos sugieren sosiego y pureza. Palabras curadas al aire libre que sólo emplean las generaciones pasadas en sus salmos nocturnos y comportan efluvios medicinales y milagrosas secuelas. Que no han salido de los libros e ignoran la polución del lenguaje, la enfermedad de la morfología y el dolor de las interjecciones.

Palabras en obras, veladas por los lienzos de los restauradores, que posiblemente no serán nunca expresiones definitivas, con las que referirnos a lo repentino y olvidadizo. Desconfiadas de lo que decimos, apartadas de la ideología y los ismos gremiales de los diccionarios. Dadas de sí por el uso y las modas, traicionadas, vacías y pesarosas, arrepentidas de haber arrendado su eco. Arrepentidas de haber manifestado lo que no debieran ni representan.

Existen palabras como frascos de esencias muy vetustas, que al ser destapadas nos aturden. Como candiles, para facilitar el acceso a la noche y a los desvanes de la memoria y el abandono. Como estampidos, para acobardar a los furtivos que merodean nuestra soledad y nuestras convicciones. Como aguaceros, para los ciclos de sequía y sed. Como cielos despejados, sin nube alguna, para creer que somos verdaderamente felices. Como sangre inesperada y golpes terribles, para aceptar que nos debemos a los contratiempos y a la desdicha.

Al menos, con las palabras que suben a mi voz, muero paulatina y decididamente; vivo en frágil paz y en desorden, contrarío la voluntad de los jerarcas, desoriento suspicacias, tergiverso el automatismo, improviso rumbos y contingencias, redimo represiones, blasfemo y atento contra mi actualidad y sus desastres, contra mi existencia y su superficialidad y sus sacrílegos alfabetos. Con las palabras, al menos, reflejo mínimamente la sombra de lo que soy.