Varios, aunque pocos, científicos avisan de que comenzará el proceso del fin del mundo cuando mañana arranque el acelerador de partículas del CERN, ese anillo de 27 kilómetros de circunferencia bajo la frontera franco-suiza, y hecho de imanes congelados. Su nombre técnico es el de Gran Colisionador de Hadrones, cosa que impresiona, porque además es el más grande y energético del mundo.

Mañana comenzarán a circular los haces de partículas por toda la trayectoria del acelerador, y las primeras colisiones a alta energía se verificarán el 21 de octubre, tras su inauguración. Pasados unos meses, el agitador de hadrones alcanzará su máxima potencia y es para entonces cuando los científicos de la alarma avisan de que se generarán agujeros negros capaces de tragarse el planeta.

Lo bueno que tendría esta catástrofe es que no dejaría nada: ni cadáveres, ni ruinas, ni devastación, ni humanos que lo lloren. Se lo traga todo y se acabó. Incluso pudiera ser que lo haga a tal velocidad que ya puede perder toda esperanza esa legión de creyentes que confían en que unos minutos -incluso segundos- al final de la vida bastarán para invocar la clemencia de sus dioses y reconciliarse con ellos tras haber practicado el «a vivir, que son dos días». Eso de no poder morirse serena y conscientemente por culpa de un agujero negro -otras causas serían más comprensibles- es una verdadera putada.

Pero el caso es que, en esta búsqueda de la estructura última de la materia y de la energía, los hadrones acelerados sí van a producir microagujeros negros -dicen otros científicos-, pero se desvanecerán o saldrán del anillo a tal velocidad que escaparán de la fuerza de atracción de la gravedad terrestre.

Y si quedara algún agujerito negro perdido, se iría al centro de la Tierra, ya que son tan finos que atravesarían un bloque de acero de miles de kilómetros de grosor sin chocar con nada. ¿No son una monada? No obstante, que no les quiten el ojo de encima.