Siempre he sido de los que me he opuesto a la teoría, dominante, de que la televisión y el cine son los responsables directos de las conductas y las actitudes. Cada vez que pasa algo violento o repugnante, por ahí, se tiende a echar la culpa a los medios. Claro, como las pantallas no se pueden defender, incluso hay quien se apoya en supuestos datos científicos como la teoría del aprendizaje social o el refuerzo vicario, ignorante que, en última instancia, esto no son más que cuentos y la razón es muy obvia: antes de la tele y del cine había violencia, alguno dirá «¡los libros!» antes de la escritura había violencia, es más nada hay en los medios que, previamente, no esté en la sociedad. Pero esto, por supuesto, no los excusa ni perdona por propalar disvalores, las pantallas no moldean pero sí modelan, ofrecen patrones de conducta deseables, especialmente cuando esos patrones no es que sean reforzados, sino que son reforzadores por sí mismos.

La última defecación del cine español «Mentiras y gordas» es un buen ejemplo, no es que los personajes que se ofrecen al espectador sean unos puteros, unos violadores, drogadictos, alcohólicos y delincuentes en potencia, nihilistas consumidores conspicuos, niñas tontas que sólo aspiran a ligarse y dejarse follar por el más chulo -luego vienen los duelos y los quebrantos y las búsquedas infructuosas en los basureros-, niños inmorales a los que todo y todos les da igual; el problema es que el elenco de grandes actores que participan en la película, los cabanos, los internados, los hombres de Paco, los duques y demás morralla y carroña teleserial son modelos por sí mismos, ellos no son el refuerzo que hace atractivos sus personajes, sino que ellos son el reforzador y el reforzado.

La infame película, apologeta de lo peor de nuestra sociedad, está destinada a aprovecharse del aún «in-forme» cerebro de los adolescentes y preadolescentes que, como bien se ha demostrado, aún no tienen muy clara la diferencia entre la realidad y la ficción; para muchos adolescentes entre el Duque y su actor, entre el Cabano y su actor no hay diferencia, aún no son capaces de distinguir totalmente lo real de la impostura.

Los espectadores potenciales de la cagarruta fílmica no verán un personaje sino un actor al que admiran porque no sólo les han dicho que es guapo, sino que, además, les han dicho y les han hecho creer con todo un sistema de refinado marketing que, únicamente, pareciéndose a él o ella podrán ser guays, podrán encajar y molar, ¡ese es el verdadero problema! No es la película en sí, cuyo mayor insulto es que se financie con nuestro dinero a través del ICO, sino en que se aprovecha del atractivo falaz de unos personajillos, actoruchos impostores y mediocres, inconscientes del daño que están haciendo, para propagar entre los jóvenes y, por desgracia, entre los adultos poco maduros un «way of life» que se resume en pocas palabras: jode bien -en todos sentidos- y no mires a quién.