A Juan Ramón Pérez Las Clotas

Entre los variados mensajes que se elevan en el aire como emanaciones del lodazal de la crisis está el del liberalismo. Según este discurso, la única receta válida de actuación sería dejar que la avenida de las aguas discurriese sin que nadie le pusiese freno ni la encauzase, o, dicho en otros términos, que el mercado actuase libremente. De ese modo, habría justicia, la economía se sanearía y recobraría su pulso con mayor prontitud, el futuro se despejaría antes.

Es cierto que el mercado como guía es cien veces preferible a una economía planificada. Como nos ha demostrado la experiencia en los últimos cien años, el mercado -es decir, el libre juego de los actores sociales- crea más riqueza y la distribuye de forma más eficiente que cualquier otra fórmula; del mismo modo, atiende a las nuevas demandas con mayor prontitud, rectifica antes su rumbo, asigna mejor los recursos, evalúa costes y precios. Es, asimismo, indubitable que la economía planificada como sistema generalizado es inseparable de la dictadura, de la ineficacia, la desigualdad y la corrupción. La economía de libre mercado no es capaz de evitar en algún grado la corrupción (pero la puede detectar y corregir) y exhibe siempre el espectáculo nunca satisfactorio de la desigualdad; la dictadura es, a veces, relativamente compatible con el mercado, pero la ineficacia y la corrupción son inherencias inevitables de ella.

Pero dicho eso, la demanda de la inhibición del Estado ante las crisis, la exigencia de que no se intervenga para que argaye lo que tenga que argayar, el suspirar por el fuego acendrador de la destrucción creativa no es más que una pura superstición, la reiteración de una jaculatoria sin contenido.

En primer lugar, porque la propia teoría del liberalismo económico clásico es una pura fantasía. Por ejemplo, la idea de que, establecida la libertad universal de comercio, cada país acabaría especializándose en la producción de aquellos bienes y servicios en los que sería más eficaz y, por tanto, más competitivo, ignora la existencia de la realidad. Pasa por alto, por ejemplo, la alta probabilidad de que, cuando la información suficiente para una producción teóricamente ventajosa llegase a los agentes de un país equis de la periferia del sistema y se pudiese disponer de los medios suficientes para ponerla en marcha, la demanda de esa mercancía o servicio hubiese decaído o modificado sus parámetros. Y, con mayor probabilidad aún, la crisis social sería tan intensa en el tránsito entre la decadencia de las antiguas producciones y el hipotético surgimiento de las nuevas que la sociedad sobreviviente no sería capaz de poner en práctica más que una economía de subsistencia.

Pero es que, además -dicho sea con un símil cosmológico-, la expansión del cosmos económico en la historia de la humanidad no se ha producido de forma homogénea, sino que, desde el primer momento, se han producido acreciones en determinados puntos y vacíos -o escaseces- en otros, lo que representa progresivas ventajas de tamaño, conocimiento, especialización, etcétera, como ha subrayado el premio «Príncipe de Asturias» y premio Nobel, Paul Krugman. De esa manera, el deseo de que las cosas vayan solas para que vayan mejor de por sí, de forma más justa y para todos, no es sólo un deseo en el vacío, sino un pensamiento contra la realidad.

Pero es que, por otro lado, la política no debería tener como finalidad ningún futurible ni abstracto. Su objetivo es el presente, como Jefferson subrayó, no el futuro; su preocupación principal los hombres y el mundo real, no el hombre nuevo ni el nuevo mundo; su destino principal y posible, el prójimo, los próximos, no la humanidad en abstracto.

Y, sobre todo, cualquier política que pretenda regirse por sólo una idea, principio o fórmula es una política reductora, de la que escapa la realidad, en cuanto que es incapaz aquélla de captar ésta y en la que, desde luego, es incapaz de incidir, como no sea a modo de estorbo o fuerza destructiva.

Porque la única buena política es arte, no únicamente el arte de lo posible, como suele decirse, sino arte, en el sentido más común de la palabra en Asturies: «maña, pericia, conocimiento» y también «artería». Para conocer la realidad y no deformar su percepción por nuestros prejuicios, para operar en ella con cautela, para saber modificar nuestras recetas y nuestras premisas previas si ellas no funcionan o si, según suele ocurrir con frecuencia, a modo que predice en otros ámbitos la premisa heisenberguiana, las propias actuaciones políticas provocan modificaciones sociales.

Arte, pues; no prejuicio ni superstición. Ni siquiera liberal.