Si el modelo parte de una comunidad rica y poblada, difícilmente puede beneficiar a las más pobres y envejecidas, entre las que se cuenta Asturias. El nuevo «sudoku» fortalece a algunas autonomías y debilita al Estado en un momento en el que la prioridad es combatir la crisis, precisamente desde el Estado. Lo prudente hubiera sido esperar, pero, acuciado por intereses partidistas, Zapatero emprendió una huida hacia en la que nadie ha explicado todavía cuánto va a recibir cada comunidad ni, lo que es peor, cómo se va a sufragar el sistema. El despropósito puede salirles caro a Asturias y a España.

El Consejo de Política Fiscal y Financiera aprobó esta semana, con el apoyo de diez autonomías -siete de ellas gobernadas por el PSOE- y la abstención de otras siete -todas del PP-, una nueva financiación autonómica que Cataluña recibe como una victoria, hasta el punto de que los independentistas de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC) se jactan de «plantar cara al Estado y ganar». El Gobierno de Zapatero asegura que el modelo beneficia a todas las comunidades porque todas obtienen más recursos, pero creer en su palabra exige un gigantesco acto de fe dados los antecedentes, la falta de transparencia y la ausencia de datos.

Es cierto que las autonomías necesitaban un nuevo marco financiero que tuviese en cuenta el aumento de población registrado en algunas de ellas, pero la revisión no se abordó ante una necesidad acuciante y con voluntad política de corregir desequilibrios evidentes, sino para atender las exigencias del Estatut de Cataluña -pendiente aún de que se pronuncie el Tribunal Constitucional-, aliviar la soledad parlamentaria de Zapatero y satisfacer, de paso, a comunidades donde el PSOE tiene sus graneros de votos.

El País Vasco y Navarra mantienen sus privilegios forales, lo que de partida constituye un agravio comparativo inaceptable, pero que increíblemente nadie se atreve a cuestionar. Además, el peso catalán en el «sudoku» constituye una amenaza para las autonomías que como Asturias dependen de la solidaridad interregional. Cataluña es un territorio rico y pujante que gana población, todo lo contrario que el Principado. El modelo final incorpora algunas de las exigencias planteadas por el Gobierno asturiano durante la negociación, como la ponderación de la dispersión de la población o el envejecimiento, pero en esencia responde a intereses lesivos para las regiones más pobres y, por extensión, para el objetivo irrenunciable de una España más equilibrada.

El Gobierno cede a las comunidades el 50% de la recaudación del IRPF, el 50% del IVA y el 58% de los impuestos especiales, porcentajes que fortalecen a las autonomías más ricas y debilitan todavía más a un Estado español obligado a combatir la crisis. Cada región se queda con una cuarta parte del total que ingresa, lo que significa que las más dinámicas irán incrementando ejercicio a ejercicio su porción de la tarta, en detrimento de las más rezagadas. El 75% restante pasa a un fondo que pretende garantizar la igualdad en la financiación per cápita de la educación, la sanidad y ciertos servicios sociales.

No hay una regulación precisa que determine qué servicios sanitarios, educativos y sociales tienen obligación de financiar cada una de las comunidades beneficiarias de los fondos. Es más, de los servicios básicos cuya igualdad se pretende asegurar quedan excluidos algunos fundamentales como la justicia. Ni siquiera se exigen garantías de que el dinero se destine a los objetivos marcados. Las partidas no son «finalistas» y, por lo tanto, lo mismo pueden dedicarse al pago de campañas de vacunación que a la apertura de embajadas autonómicas en el extranjero.

Tampoco la negociación se ha conducido con la autoridad y altura institucional que merecía un asunto capital para afianzar las bases de una España cohesionada, potente, moderna y justa. Lo deseable hubiera sido un pacto de Estado entre, al menos, las principales fuerzas políticas del país. En su lugar hemos asistido a una negociación bilateral entre el Gobierno de España y el de Cataluña, sin luz ni taquígrafos, a la que la mayoría de las comunidades asistieron como convidados de piedra hasta la recta final.

La culpa no es de Cataluña, que defiende legítimamente lo mejor para sus ciudadanos. La responsabilidad es del PSOE, del Gobierno de todos que cedió al chantaje del tripartito para conseguir su apoyo a los Presupuestos en el Congreso de los Diputados. Pero también del PP de Mariano Rajoy, que en lugar de tomar la iniciativa e implicarse optó por acodarse cómodamente para ver los toros desde la barrera, a la espera de poder beneficiarse sin gasto de un reparto favorable para Cataluña o Andalucía, pero también para Madrid o Valencia, feudos electorales de los populares.

Cerrado el reparto, la pregunta es ¿cómo se van a pagar en plena caída de los ingresos debido a la recesión los 11.000 millones de más que el Gobierno de la nación comprometió para posibilitar el acuerdo? Lo prudente hubiera sido calcular el coste de los servicios básicos en cada autonomía teniendo en cuenta la previsión de ingresos, para luego buscar la financiación necesaria. Lo que se ha hecho, sin embargo, ha sido tirar de la chequera para intentar contentar a todos en una huida hacia delante que disparará el déficit, obligará a subir impuestos, reducirá los recursos disponibles para hacer frente a la crisis e hipotecará el futuro de un par de generaciones, según algunos economistas consultados por LA NUEVA ESPAÑA.

Nadie ha explicado los números del reparto ni su previsible evolución. Lejos de aprender de los errores que nos han sumido en la mayor crisis que se recuerda -gastar lo que no se tiene y endeudarse por encima de lo razonable-, el Gobierno acaba de cerrar una financiación que inyecta más dinero a las comunidades sin imponerles ajuste alguno y sin estimular la corresponsabilidad fiscal. El ejemplo es nefasto, cuando empresas y particulares no tienen más remedio que apretarse el cinturón. Un despropósito que Asturias y España pagarán caro.