El Ayuntamiento de Avilés está dispuesto a cambiar la norma que sanciona los ruidos, vigente desde 1992, pero que casi nunca se ha aplicado, como suele ocurrir con este tipo de cosas. No sé si el propósito municipal es perseguir el ruido o ser más permisible con él. Me inclino por lo segundo, ya que la normativa actual fue en su día motivo de mofa por una rigurosidad tan inaudita en el control de los decibelios que consideraba objeto de sanción el sonido de la cisterna de un retrete. O el de una lavadora en funcionamiento. No lo tomen a broma, que es así.

Por lo tanto, no me extraña que los ecologistas digan que la ciudad incumple la legislación. Efectivamente, si nos atenemos a la norma de hoy, no sólo la incumple, sino que de aplicarse los vecinos no ganarían para multas. Los ayuntamientos, y en este caso el de Avilés es un ejemplo a tener en cuenta, son máquinas de despilfarrar el dinero de los contribuyentes encargando informes a asesores u ordenanzas, como la del ruido, que jamás se aplicarán. La mecánica consiste en contratar con una empresa esto y lo otro para que después duerma en el cajón de una mesa de una oficina municipal.

Ahora, me da la impresión de que esto de revisar la normativa y encargar un nuevo mapa del ruido para el concejo se debe a lo de siempre. Estoy convencido de que con aplicar la ordenanza que actualmente existe, con un mínimo de sentido común y cuatro o cinco retoques por parte de la Corporación para medir los excesos, el asunto quedaría resuelto.

Pero no, lo que se impone es gastar el dinero de todos en una nueva ordenanza que acabará como otras que la precedieron, de éste y otro tipo, en el olvido.