Las preguntas en el día del aniversario de la pisada humana sobre la Luna podrían ser dos, una directa y otra conspirativa: ¿Vio usted la retransmisión televisiva del acontecimiento? ¿Se lo creyó?

Evidentemente, la primera cuestión no ofrece dobleces. Los televisores estaban ya extendidos por una nación que prosperaba en parte gracias al vigilante americano, o, mejor dicho, a raíz de seguir los consejos liberales del Banco Mundial y de demás organismos de matriz estadounidense. Qué menos, entonces, que pegarse a la pantalla para ver cómo el amigo yanqui superaba todo desafío, incluso por encima de las pretensiones de los oscuros soviéticos.

Aquella expectación televisiva lunar, y en un país luego tan antiamericano, se podría interpretar hoy como una especie de inocencia española ajena a que en Europa, o en los mismos Estados Unidos, se rompían algunas costuras del sistema burgués con los adoquines parisinos volando por los aires o las universidades americanas tomadas por el Ejército. Los estudiantes, siempre tan revoltosos.

¡Qué coño! En España ni siquiera éramos todavía suficientemente burgueses, sino clases medias en camino hacia el paraíso capitalista, amasado con ideales como el de «la nueva frontera», que es el nombre que unos años antes le había puesto Kennedy a la carrera espacial.

Así pues, nadie puso en duda el alunizaje de 1969 y, a decir verdad, la idea de que lo hicieron en un plató de cine, con polvo de un desierto de Arizona y cráteres de cartón piedra, resulta tan rebuscado como cualquier teoría conspiranoide. Lo que tienen las teorías de la conspiración es que son tan complicadas, e implican que tanta gente en el secreto ha permanecido callada, que es más fácil montar una operación Apolo e ir directamente a la Luna. Otra cosa es la pérdida de tiempo yendo a la Luna, por mucho invento tecnológico que se haya derivado de la hazaña. Aquí creemos que el hombre la pisó, pero no podemos creer tanta insensatez derrochadora.