Según cabe deducir de las declaraciones de nuestros responsables regionales, Asturias ha salido razonablemente bien parada en la última rebatiña de la financiación, donde todas las comunidades autónomas -aunque unas más que otras- pueden vanagloriarse de quedar situadas por encima de alguna de las infinitas medias ponderadas de reparto que puedan imaginarse. Y es que el que no se contenta es porque no quiere. O bien porque es un reaccionario anticatalanista, o bien porque sabe -como es nuestro caso- que no por más llorar va a ser mayor el mamar si se carece de instrumentos de camelo, sugestión, transacción o chantaje «emocional» a eso que llamamos Gobierno del Estado central (residual).

Si uno se atiene a los arrolladores parlamentos con los que nuestras autoridades autonómicas halagan los oídos de la docta, apacible, escéptica, sedente y silente audiencia en cada acto inaugural del curso académico, cabría colegir que la Universidad de Oviedo es, realmente, y no como lugar común de un canon discursivo previsible, una prioridad estratégica del Principado. Sería injusto si, ateniéndome a los currículos de nuestro estado mayor de educación, investigación, ciencia y tecnología -directores, viceconsejeros, consejeros y presidente incluido-, no reconociese yo aquí que tales declaraciones pueden ser sinceras, creerse sinceras o quererse sinceras. Pero, señores y amigos míos, obras son amores.

Porque si uno se atiene a la realidad que conoce de cerca y a las palabras de nuestra máxima autoridad académica -que, por tradición, puede pertenecer a una orden mendicante, pero no farsante-, se encuentra con que van a ser congelados o recortados unos presupuestos universitarios de por sí deficitarios. Deficitarios no por mala gestión académica de recursos suficientes -los árboles, particularmente los caídos, ya no impiden ver el bosque-, sino por una mala gestión política previa de unas transferencias que quizá nunca debieran haberse sustanciado y por una posterior falta de nervio y eficacia para reivindicar y compensar agravios comparativos y deudas históricas como otros no han parado de hacer. Y presupuestos deficitarios en unas cantidades relativamente insignificantes, porque ¿qué son seis o siete millones de euros en el orgiástico ojo del huracán de la crisis, donde parece que hay manantiales de inagotables recursos para tapar según qué bocas?

Así las cosas, uno no entiende la autoimpuesta satisfacción de los dirigentes asturianos cuando, por tan poco en términos relativos, no priman el biberón de la niña de sus ojos frente al chocolate de los loros. Y no es que yo pretenda convencer a los lectores, si no lo están, de que un sistema universitario es un motor social. Es que lo dicen todos los manuales, incluido el del buen progresista.

Señoras y señores, el trato presupuestario es una muestra de aprecio y prioridad tangible, mucho más significativa que el florilegio de un reiterado discurso vehemente y voluntarioso. Y aunque uno siempre espera que algún conejo salga oportunamente de la chistera, como gesto paliativo y titular oportuno, este trato, de entrada cicatero, es aún más difícilmente comprensible en la actual coyuntura, en la que andamos perdiendo literalmente el culo con una reforma de las enseñanzas superiores en la que la clase dirigente dice poner todas las complacencias que le quedan por hipotecar.

Y no porque sea palabra vieja de santo jesuita deja de ser hoy menos políticamente correcto convencerse de lo inconveniente de las mudanzas en tipos de confusión. Y aunque no esté claro dónde tiene la cabeza la actual reforma de las enseñanzas universitarias, me consta que viene con los pies por delante y sin ningún bollu bajo el brazo. Por lo que no sería muy ajeno a la cultura imperante, pasado el momento de las medidas contraconceptivas y sin tener que llegar al aborto terapéutico, pensar seria y reflexivamente en la conveniencia de una congelación, consensuada paritariamente, de un embarazo inoportuno. Al menos hasta que las condiciones para acoger a la criatura, incluyendo la salud de la madre, sean las más adecuadas.

Pretender acometer la reforma de la Enseñanza Superior -el rollito de Bolonia- llevando a la práctica todas las ilusiones, toda la sustancia y todo el artificio que le acompaña exige no sólo voluntarismo, ingenuidad y cierta dosis de sacrificio generoso -vicios consustanciales o virtudes atávicas del universitario vocacional-, sino que exige no menos realismo y recursos. Y si no hay medios, no nos embarquemos ilusa o irresponsablemente con la chapuza como recurso hispano para emergencias. Rematemos de una vez, eso sí, la estomagante parafernalia documental y procedimental de la configuración, aprobación, verificación y recontraverificación de los nuevos títulos y aparquemos su ejecución hasta que ésta sea viable con dignidad y realismo. Lo demás será una mascarada. Y si los universitarios nos prestamos a acometer a trancas y barrancas una reforma miserable, de no sé si quiero y no puedo -medias tintas y mala sangre-, no seremos reconocidos como benefactores, sino como defraudadores. Y algún vocero teledirigido siempre podrá recordarnos, no sin algo de razón, que tampoco somos la NASA ni entre nosotros hay tantos premios Nobel como para justificar el consumo de unos fondos que darían más satisfacción al contribuyente en forma de voladores, hostelería, cultureta popular y selmanas a colorinos.

Si este parón biológico nos resta competitividad o si nuestros futuros universitarios más avispados y capaces prefieren buscarse la vida allende el Huerna, tampoco está tan mal encontrar mejor clima, conocer lo que queda de España mientras dure, o abrirse a horizontes más amplios y oxigenados, lejos de las maravillas del país de Alizia.

Celebro no tener las responsabilidades de un rector ni el talante, la circunspección, la paciencia y la confianza en el diálogo de alguno en particular. Por eso y por no reventar, digo lo que digo. Que para eso estamos en un país alucinante, pero todavía libre. Vamos, creo yo.