Aminatu Haidar es noticia en todos los telediarios debido, fundamentalmente, a la huelga de hambre que comenzó el día 15 del pasado mes de noviembre y que aún mantenía en el momento de escribir este artículo. Aminatu es una activista por la independencia saharaui y una luchadora incansable en pro de los Derechos Humanos. Dos causas que me parecen justas y merecedoras de todos los esfuerzos que se les puedan dedicar. Aminatu había recibido un prestigioso premio en la ciudad de Nueva York y cuando regresaba a su país, tras su recogida, fue detenida ilegalmente por las fuerzas de seguridad marroquíes; un día después de esta detención, fue expulsada del El Aaiún con lo que se puede calificar de abuso de poder del Gobierno de Marruecos. Su destino: España; más concretamente, la isla canaria de Lanzarote. Y fue en ese momento cuando comenzó un problema de muy difícil solución. Aminatu quiere volver a El Aaiún y que se le devuelva el pasaporte que le fue requisado en el momento de su detención y que el Gobierno de Marruecos aún tiene en su poder. España le ofrece tres posibles soluciones: el asilo político, solicitar un nuevo pasaporte o adoptar la nacionalidad española. Las tres han sido rechazadas por la activista y no voy a ser yo quien ponga en duda sus razones. Pero la cuestión es que ni cede Marruecos, ni Aminatu acepta lo que España tiene posibilidad de ofrecer.

No creo que haya nadie que merezca más mi respeto que un activista pro Derechos Humanos; esos derechos que, considerados inalienables por las constituciones de todos los países democráticos, no se duda en enajenar cuando a determinado gobierno le parece oportuno. Pero no por ello puedo considerar lícita una coacción, sea cual sea su causa. No podemos pretender instaurar la paz coaccionando, aunque determinadas ideologías libertarias le otorguen legitimidad cuando es el pueblo quien la ejerce. ¿No estaríamos, si realizamos una coacción, colocándonos en el mismo plano de inmoralidad que los que la ejercen para reforzar su poder?

La coacción, en el Derecho Civil, es un vicio del consentimiento que conlleva la nulidad de lo conseguido mediante su aplicación. No podemos poner nuestra mirada en el fin que se pretende conseguir para darle, a esa acción, una legitimidad que, en ese marco concreto, no tiene; porque si desdibujamos las líneas que separan lo correcto de lo que no lo es, corremos el riesgo de que dichas líneas dejen de existir; y si ya es difícil vivir en el mundo, tal y como los estamos construyendo, imaginad como sería si terminase imperando la ley del más fuerte. A las claras, quiero decir.