Cuando uno decide dedicarse a la enseñanza debe saber que la labor docente ni siquiera se aproxima ligeramente al concepto de «dar clase» al que tantas veces se hace referencia. No basta con dominar la materia que uno imparte y diferentes técnicas pedagógicas, además, hay que ser un buen burócrata para redactar y leer con paciencia toda la documentación que la inspección pide tener al día: la PGA, el PEC, proyectos curriculares, programaciones docentes, adaptaciones curriculares significativas (o no), informes de tutoría y una larga lista de documentos que, por otro lado, sobreviven actualización tras actualización a base del «corta y pega», y que ocupan una parte importante de nuestro tiempo. Además de esto, hay que ser policía y así controlar a los alumnos durante nuestras horas de guardia para que no fumen en los baños, empujen a un compañero, salgan del centro si son menores o utilicen los móviles y sus cámaras de fotos y de este modo evitar que con ellas, en el mejor de los casos, te hagan una foto a ti y la cuelguen en Tuenti. También hay que ser técnico en mantenimiento y experto en reciclaje, de modo que los alumnos no deterioren las instalaciones del instituto, tiren papeles al suelo, trozos de bocadillo, bolsas de plástico o escriban en las mesas, las puertas y las paredes. Además, uno deber ser psicólogo, experto en nuevas tecnologías, grafólogo y, por último, sobre todas las cosas, hay que ser animador sociocultural y/o artista de variedades. Aquello de «dar clase» sin otra connotación más allá de enseñar y aprender se ha sustituido hace tiempo por «entretener», y el objetivo fundamental es que no se aburra la clientela.

La motivación es una de las claves de cualquier programación docente que se precie, de forma que una se pasa horas buscando actividades atractivas, contenidos interactivos en internet, materiales audiovisuales, todo en pro de la citada motivación, elaborando una serie de ejercicios y proyectos por los que habríamos matado en mi época adolescente.

Así que una llega al aula orgullosa con su actividad educativa interactiva y motivadora para encontrase con esas inocentes pero demoledoras preguntas que dejan claro que tú eres la única que se divierte con la propuesta: «¿Profe, cuánto queda?», o (dando un codazo al compañero, ajenos al asunto) «¿Qué toca luego?» o un siempre apocalíptico «Profe, va a tocar», que es, sin duda, alguna metáfora de un tomatazo en el escenario. Allí, tras el timbre, se quita uno la máscara de «artista de variedades» y se pone la de «policía, técnico en mantenimiento, psicólogo, experto en reciclaje, portero» y parte, un día más, hacia una motivadora guardia de recreo.