Durante las Navidades pasadas, el diario parisino «Le Figaro» encuestó a los 27 miembros del Gobierno francés para conocer la principal reforma emprendida desde la llegada al poder de Sarkozy. ¿Imaginan la respuesta más citada? La ley de Libertades y Responsabilidades de la Universidad, de 2007, que concedió a estas instituciones, con reacciones contradictorias, una amplia autonomía. Una cualidad querida y temida por igual, porque aumenta las posibilidades de éxito de las buenas ideas y de fracaso de las malas decisiones.

En España, durante el último año, hemos asistido a un profundo cambio en la concepción que nuestras autoridades políticas tienen del sistema universitario. En la década de los ochenta, se dotó a las universidades de autonomía, pero nunca se jugó a fondo la carta de la excelencia, esto es: potenciar a las que presenten mejores indicadores. Como en la bicicleta, la autonomía se aprende practicando, así que, con el transcurso de los años, hemos aprendido bastante y ahora comenzamos a aceptar que coexistan universidades de dos velocidades: las excelentes y el resto. Recuérdese la reciente convocatoria del campus de la excelencia que distribuyó préstamos sin interés con abundante crítica por parte de las pequeñas instituciones. La mayoría de los fondos fueron a las grandes universidades de Madrid y de Cataluña (21 millones), pero la Universidad de Oviedo tuvo también un valioso reconocimiento.

En Europa, cuando se hace público el ranking de Shanghai, al final de cada otoño, los ministros europeos hacen promesas para que su país mejore la puntuación de sus universidades en la siguiente entrega del «top 500». Dicha clasificación está ordenada de acuerdo a una fórmula que pondera el número de galardonados con el premio Nobel (10%), los ganadores de la medalla Fields (20%), el número de investigadores altamente citados en 21 temas generales (20%), el número de artículos publicados en las revistas científicas «Science» y «Nature» (20%) y el impacto de los trabajos académicos registrados en los índices del Science Citation Index (20%) y, por último, el «tamaño» de la institución (10%).

Españoles y franceses hemos troceado las grandes instituciones universitarias (Madrid, Barcelona, Valencia?) para dar lugar a varias de mediano tamaño, que se ven perjudicadas en ese ranking. Otro factor también existente en Francia son los centros «nacionales» de investigación con miles de investigadores que no computan en la clasificación, porque no son personal de las universidades, sino del CSIC. Sin embargo, los franceses nos sacan los colores por no tener nosotros ninguna Universidad en el «top 100», mientras que ellos tienen tres.

¿Cómo entrar en el codiciado «top 100»? Bastaría con que la Universidad de Barcelona (puesto 152.º del ranking mundial) contratara para su plantilla de profesores un par de premios Nobel. Pero si realmente fuera posible (dudoso con la actual legislación) la crítica sindical sería feroz por su elevado sueldo y, muy probablemente, le costaría la reelección al rector. En fin, que se vive mejor sin líos.

A principios de esta década, en Salamanca, escuché un chiste que explicaba cómo el Papa de Roma había decidido jubilarse para dar ejemplo a los curas. Tras pilotar su inédita sucesión y dejar a buen recaudo el Vaticano, se puso en contacto con la Pontificia Universidad para tantear si había alguna plaza libre de profesor que aprovechara su magisterio. Y llamó al rector, al que recordó su pasada infalibilidad y la sabiduría sobre las asignaturas eclesiásticas. El abrumado rector recriminó al perplejo ex Papa que quisiera quitarle la plaza al pobre becario, «que estaba a punto de leer la tesis».

Clinton afirmaba que, en tiempos de inseguridad, el pueblo prefiere personas fuertes que puedan estar equivocadas a personas débiles que puedan estar en lo cierto. La cruda realidad es que sin cambios no hay progreso, y algo tendrá que cambiar si se quieren mejorar los resultados académicos en términos de rankings, excelencias y premios.

En octubre pasado, el ex vicerrector sevillano y ahora diputado Adolfo González tuvo la ocasión de reflexionar sobre el sistema de gobierno universitario, durante un debate de la Comisión de las Cortes Generales de relaciones con el Tribunal de Cuentas. En el diario de sesiones podemos leer «de la vida universitaria a la vida parlamentaria echo mucho de menos poder levantar la mano. Aquí (las Cortes) levanta la mano quien la tiene que levantar, pero en la vida universitaria levanta la mano todo el mundo en cualquier momento». El diputado Mas i Estela le contestó con un revolcón a la autonomía universitaria: «Muchas veces detrás de ella se esconde un yo me lo guiso yo me lo como, y no es demasiado bueno desde el control del gasto».

Eso sí, en España la autonomía universitaria tiene rango de derecho fundamental, con apoyo nada menos que en una ley orgánica, y es exhibida con orgullo por toda Universidad, de igual modo que un hidalgo de la Edad Media mostraba una imagen honorable y socialmente incuestionada, pese a pasar hambre y penuria. Feliz día de Santo Tomás, patrono católico global de la Universidad.