Hay cosas que no pueden comprarse ni robarse. Es cierto que en términos legales se puede dar un golpe de mano para hacerse con el control de un museo, como el que Pepe el Ferreiro lleva construyendo toda una vida, con la excusa de que no gestionaba adecuadamente los trámites burocráticos. Pero cada una de sus piezas tiene detrás un apretón de manos de alguien que confió a Pepe, mirándole a los ojos como quien confía un tesoro o un secreto, aquel objeto que tenía detrás toda una historia familiar.

Tomar el control de este museo defenestrando o depurando a su creador demuestra que no se ha entendido un ápice de lo que se guardaba en él. Es como si por una triquiñuela legal alguien hubiera podido realizar la gran hazaña de echar a Picasso de su taller quedándose con toda su obra. Y lo más necio es que en su mezquindad ese alguien, persona, institución o entidad, imaginara poder gestionar mejor ese patrimonio, sin entender que había destruido quizá para siempre la labor de un genio, un proceso vivo que no termina hasta la muerte del creador.

Pepe el Ferreiro no es un artista, pero a lo largo de su vida ha reunido un patrimonio material que resulta inseparable de la memoria, de la historia y del alma de todas y cada una de las piezas. Algunos sólo pueden entenderlo como una simple colección, que se numera, inventaría y conserva evitando la carcoma. Pero quienes entienden de verdad el valor del patrimonio etnográfico saben que cada una de esas valiosas piezas tuvo también una procedencia, una forma de uso y hasta una evolución en el orden de un museo que hasta ayer mismo estaba vivo.

Hoy es preciso entonar un réquiem por el Museo de Grandas y esperar la próxima depuración de los responsables de instituciones que carecen del carné adecuado o se atreven a pensar libremente.

El atentado contra la diversidad de pensamiento y obra que refleja este triste suceso es preocupante porque marca un nuevo hito en la visión totalitaria y fundamentalista de los próceres de esta región.

Todos teníamos una duda, una cita, una visita pendiente en aquel espacio incomparable. Desgraciadamente, hoy el Museo de Grandas se nos antoja vacío, como si hubieran arrasado todas las salas y saqueado todos sus fondos. Ya no está Pepe para explicarnos el dónde, el cómo y el porqué de cada cosa.

Como el propio Pepe diría para despedirse: «¡Haxa salú!, compañeros, que los tiempos vienen muy oscuros».

Ignacio Abella firma este artículo junto a Armando Graña, Ana López Cienfuegos, Paul de Zardaín, José Ramón Herrero Merediz y Manolo Linares.