Se habla mucho de la generación «Ni-Ni» (ni estudia, ni trabaja), pero en el Amazonas del desempleo también sobrevive una pequeña tribu que se lanza a la aventura de preparar unas oposiciones, o sea, estudiar sin trabajar (o mejor, sin cobrar). Un duelo desigual. De un lado, un/a joven (o no tan joven) que ha ultimado sus estudios y que persigue un sueño. De otro lado, la todopoderosa Administración que ofrece unas migajas de empleo público para cuya obtención es preciso saltar una alambrada de pruebas difíciles.

La sociedad observa de soslayo el lance porque su opinión sobre los funcionarios suele ser muy pobre, y cuando crece el paro, al calificativo de vagos se suma el de privilegiados. Sin embargo, salvo alguna minoría de funcionarios que se ha beneficiado de algún atajo legal (consolidaciones de empleo temporal o eufemismos similares), o de quienes se aprovechan de alguna corruptela impune (nepotismo de autoridades para colocar familiares o amiguetes), ha de reconocerse el esfuerzo de numerosos opositores que se entregan con «sangre, sudor y lágrimas» para conseguir la plaza codiciada.

No hay becas ni subvenciones para opositores. No es una leyenda urbana que el juez Garzón preparaba las oposiciones mientras trabajaba por las noches en una gasolinera. Así y todo, muchos ciudadanos parecen no percatarse de que la preparación comporta un enorme sacrificio de tiempo, dinero y energías. Ni que a veces esos años son inútiles si la fortuna no acompaña al aspirante. Ni que tras ese ingente esfuerzo se encuentran normalmente unos familiares, una pareja o unos amigos que animan al corredor de fondo en su carrera solitaria.

Si mirásemos por el retrovisor a la Administración pública, comprobaríamos que la década de los noventa fue época de vacas gordas para los opositores. Se había aprobado la ley de Incompatibilidades que impulsó a numerosos funcionarios pluriempleados a renunciar a las plazas ocupadas. Se rebajó la edad de jubilación. Y sobre todo las emergentes comunidades autónomas tuvieron que dotarse de ejércitos de funcionarios para atender sus nuevas competencias (curiosamente, los efectivos transferidos del Estado siempre resultaron insuficientes). A ello se sumaron las diputaciones y los ayuntamientos deseosos de engrosar las plantillas para evitar su complejo de Cenicienta e intentar prestar mejor servicio a los vecinos. En esa década feliz tuvieron lugar enormes ofertas de empleo público, y proliferaron las academias, los manuales, los exámenes masivos y los pelotones de opositores intentando acumular papeletas de mérito y capacidad para el sorteo de plazas públicas.

Sin embargo, no sólo la economía es cíclica, sino también la oferta de empleo público, y esta primera década del siglo XXI se caracteriza por la parálisis del crecimiento de las plantillas públicas. Las ofertas de empleo están bajo mínimos. Las plazas convocadas en turno libre son escasísimas. Y sin embargo, las universidades y los centros de Enseñanza Secundaria y Formación Profesional siguen lanzando al mercado jóvenes con un título flamante y un bolsillo vacío. Muchos serán absorbidos por la empresa privada, pero un notable número se verá empujado por las circunstancias a acudir al único oasis donde calmar su necesidad de empleo.

No es un camino fácil. Muchas son las exigencias para el éxito. Primero, motivación con la filosofía del boxeador americano (¡ Voy a ganar, voy a ganar!). Segundo, realismo, siguiendo el consejo del Templo de Apolo en Delfos: conócete a ti mismo, tus fortalezas y limitaciones. Tercero, información exacta y actual sobre la materia, el Tribunal y el calendario de exámenes. Y cuarta, la más importante, disciplina para cumplir con la imprescindible planificación y dedicación, debiendo adoptarse la filosofía de la tortuga antes que la de la liebre. Y cómo no, algo de suerte, porque la dama caprichosa del azar puede girar la ruleta de las preguntas, del Tribunal o de la fecha de examen.

En esas condiciones de incertidumbre, no es extraña la invocación de la vieja coplilla universitaria sobre oposiciones: «Lo primero y principal es contar con el tribunal; lo segundo e importante es no tener contrincante, y como factor complementario, dominar el temario». Aunque lo más triste, desde la perspectiva de la Administración (o más bien de la autoridad pública que la representa), es que en ocasiones se palpa una cínica impresión equivalente a la expresada por el Rey Luis XIV de Francia: «Cada vez que adjudico un cargo público, obtengo cien descontentos y un ingrato».