No todos los cuentos empiezan «érase una vez», pues algunos comienzan con los reclamos publicitarios de telefonía móvil e internet, sembrados de sutiles trampas.

La primera trampa radica en la letra pequeña del contrato. Así, junto a la atractiva publicidad con agresivos caracteres de un determinado contrato (tarifa plana, regalo de móvil, bonificación, etcétera), lanzada como bombas-racimo desde los medios de comunicación, figurará agazapada y con letra diminuta la condición leonina en forma de compromiso de permanencia, costes no incluidos, limitaciones horarias, exoneraciones de responsabilidad o reserva similar. Los psicosociólogos han demostrado que una vez tomada la decisión de contratar algo, si se descubre después que no era oro todo lo que brillaba en la oferta, el cliente tiende a mantener la decisión; se trata de la técnica conocida en los países anglosajones como «low-ball», que consiste en inducir a un cliente potencial a que tome la decisión de compra ocultándole pequeños inconvenientes o seduciéndole con el señuelo de unas ventajas ficticias.

La segunda trampa viene dada por el sistema de contratación. No basta con firmar un contrato con la acreditación de la identidad en el mostrador del establecimiento. Tras ese primer eslabón viene un desfile de llamadas intempestivas que someten al cliente a un rosario de preguntas extenuantes para que quede constancia grabada de la voz del cliente e incluso llega al absurdo de realizarse por triplicado por tres departamentos diferentes. Por si fuera poco, algunos de estos cuestionarios no admiten matices en las respuestas, sino sólo la respuesta afirmativa, so pena de volver a reiniciarse.

La tercera trampa surge cuando el bienintencionado cliente intenta cambiar de compañía telefónica y solicita eso que se llama «portabilidad» (eufemismo que sencillamente encubre el deseo de conservar el mismo número de teléfono). Entonces el cliente se ve envuelto en la nube de contraofertas de la compañía originaria al mejor estilo de Corleone («una oferta que no podrá rechazar»), evidenciando que hasta la fecha la compañía tomaba por majadero a su paciente cliente.

La cuarta trampa se encuentra en la asistencia técnica de la compañía cuando existen problemas de conexión o cobertura, instalación del router, navegabilidad, tarifas, servicios facturados o similares. El cliente comienza por llamar a un número telefónico para reclamaciones que no siempre es gratuito. Le espera una voz pregrabada que plantea las distintas hipótesis de consulta e indica el dígito a marcar, embarcando al cliente en un sudoku contra reloj. Cuando por fin brota la voz humana, suele tener acento extranjero muy respetable pero deja al Juan español sumido en una sensación de lejanía del problema. Por si fuera poco, cuando se lanza a explicar su caso, la operadora le frena suavemente y aplica la regla primigenia para desarmar quejosos, consistente en llamarle por su nombre de pila. Después de escucharle, la voz le pide todos los datos de su identidad, número y contrato y amablemente le pasa a otro departamento. En ese momento una música, con o sin publicidad, deja al cliente en el limbo, y si tiene suerte y no llega un nuevo día, quizás otra voz diferente le saque de la espera, para solicitarle que cuente nuevamente su problema. Así sucesivamente. Quizá nuestro cliente, siguiendo el dicho de Cela («el que resiste gana») acabará consiguiendo hablar con todo el departamento de atención al cliente, el servicio técnico o el Dalai Lama, pero lo que no conseguirá será que alguien examine su caso con empatía y sencillamente ponga rostro a la empresa enviándole un técnico.

Total, que el cliente se siente como una langosta en una nasa: entró fácilmente en la cesta, pero no podrá salir.

En tales situaciones, nadie se embarca en un juicio civil porque conlleva tiempo y dinero, y supone enfrentar a un modesto ciudadano a una multinacional con bufetes especializados. La reacción aconsejable es acudir a las oficinas de defensa del consumidor, donde en el mejor de los casos la situación desembocará en un arbitraje, y aunque pesarán negativamente las condiciones firmadas ciegamente por el cliente, es altamente significativo que la mayoría de los laudos son favorables al consumidor.

Al final, los ciudadanos actúan frente a estos laberintos como ante los pronósticos de mal tiempo. Los hay que optan por no salir de casa (o sea, no cambiar de compañía, sea cual sea el premio o coacción), y los hay que desafían el temporal (cambian de compañía en compañía como de oca en oca, mientras sus datos personales son sembrados por empresas de telefonía, publicitarias y por listas de morosos).

Lo sorprendente es que estamos ante uno de los pequeños problemas que más cabrean a mayor número de ciudadanos, pues las quejas de telefonía son líderes en el ranking de reclamaciones de los consumidores, y además las empresas de telefonía son campo abonado para las sanciones de la Comisión Nacional de la Competencia así como por la Agencia de Protección de Datos. Son empresas que ante las reformas de la ley de Protección de Consumidores saben buscar la trampa. Y así nos va. Al menos confío en no verme algún día encerrado en un ascensor bloqueado y que tras pulsar el botón de alarma, no salga una voz metálica con el mismo sonsonete de las compañías de telefonía móvil. Si fuere así, seguramente el final en el ascensor sería parecido al del célebre corto cinematográfico de «La cabina».