Supongo que cuantos se dedican a la política tienen como meta llegar a ser ministros e incluso primeros ministros y convendría recordarles el humilde origen de la palabra y la función. En Roma, de donde nos viene casi todo, el gobierno de las casas estaba encomendado al amo, al magíster, el mayor, aunque siempre he creído que quienes tenían la sartén por el mango eran las damas. Las familias patricias, de las únicas que se habla, mantenían un número indeterminado de servidores, más cuanto mayor era la fortuna y la influencia del patrón. A la multitud de siervos, por oposición, les llamaban los «minus», «minister», ministros, en descripción francamente peyorativa.

Este recorte de importancia, aunque no fuera muy sincero, lo encontramos en muchas iglesias, donde los jefes o pastores se llaman a sí mismos, «ministros, siervos del Señor». Aquí, desde el siglo XII confiaban a algunos criados mayores responsabilidades y el más importante empleador y amo. El rey, ya en el XVI, elevó algo la categoría del servicio, del menester, de los ministros. Es muy conocida la anécdota telegráfica de alguien -ahora no recuerdo el nombre- que notificó a sus parientes: «Os juro que a Fulanito le han hecho ministro». Hoy día serlo sólo es un paso para llegar al éxtasis jubilar y a ejercer la condición de ex ministro, con una buena paga y hasta coche, secretaría y toda la pesca.

En el Gobierno tenemos un buen surtido, desde los meros floreros que cuando se expresan en público, nos provocan la risa floja, hasta los que transitan por tal dignidad sin haberse enterado de lo que deberían haber hecho. El récord lo detentaba Pepiño Blanco, que ha cambiado mucho y tiene ahora otro empaque distinto del de chico de los recados apresurado y torpón. Le gana la mano la inefable Bibiana, que muestra aspecto de joven agraciada, pero que en muchas fotos publicadas ofrece un rictus y un aire de fata o babaya. Debe ser culpa de los fotógrafos, que no tienen entrañas. En el limbo de las disimuladas clases pasivas, goza la que nos hizo disfrutar de lo lindo, la benemérita Maleni, que puso el listón muy alto, pero lo han pulverizado las plusmarquistas actuales. Un amigo se pregunta, angustiado, de qué sonríe la ministra Salgado, en cuyo rostro no se borra una perenne mueca festiva. Creo que sería retorcer mucho la dialéctica y homologarles con los «mindundis», vocablo arcaico que no pienso aclarar.

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